Juan Pablo Carbajal
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- Juan Pablo Carbajal
Cooperación con el Instituto de Estudios sobre Derecho, Justicia y Sociedad-IDEJUS del CONICET. Universidad Nacional de Córdoba (Argentina)

Aprendizajes de una estancia en Argentina
Llegué a Córdoba en un momento en que Argentina vive una enorme polarización política. La actual administración federal había inaugurado un ciclo marcado por la “austeridad radical”, una estrategia sustentada en el rechazo hacia lo público, lo que incluía de manera estratégica, las universidades y toda estructura que emana de ella. Esa coyuntura me obligo a pensar mi propia investigación desde un ángulo distinto: ya no solo como un ejercicio teórico, sino como una práctica situada en un contexto no ideal para su realización. Mi estancia en el Instituto de Estudios Jurídicos (IDEJUS-CONICET) fue mucho más que un espacio de discusión académica. Representó, en muchos sentidos, una experiencia contrastante, entre la riqueza del pensamiento crítico y la precariedad de las condiciones que lo sostienen; entre la voluntad de diálogo, construcción y propuesta por parte de la comunidad académica y los discursos que buscan disciplinar y silenciar. Lo que viví en esas semanas no fue únicamente un conjunto de actividades académicas, sino un aprendizaje vital sobre los límites de las teorías cuando se enfrentan a la realidad.
Durante los meses que pasé en Córdoba tuve una serie de actividades que marcaron profundamente mi visión de la académica y en particular los objetivos de mi investigación. Entre todas las experiencias, las más destacadas son:
El primer encuentro formal ocurrió el lunes 4 de agosto, con personal investigador predoctoral del IDEJUS. Parecía un inicio sencillo: compartir avances, recibir comentarios, intercambiar dudas. Sin embargo, lo que encontré fue mucho más profundo. Había en la sala una sensación de horizontalidad que pocas veces se replica en contextos académicos verticales. No se trataba de exponer para impresionar, sino de compartir las dificultades de escribir, inseguridades sobre el método, los callejones sin salida a los que cualquier persona se enfrenta. Lo que me motivo es que en medio de la incertidumbre esas conversaciones se convertían también en un acto político. Los comentarios que recibí no fueron meramente técnicos; estaban atravesados por un sentido de urgencia, de construir conocimiento que sirviera para defender lo común en tiempos adversos. Comprendí que mi proyecto no era un esfuerzo aislado, sino parte de un entramado mayor de preocupaciones y búsquedas.
Durante los martes de agosto asistí al taller “Disciplinar de género: ofensivas neoconservadoras y nuevos desafíos”. Nunca había pensado mi tesis doctoral en clave de género, y debo admitir que en un inicio me sentí incómodo. Escuchar a investigadoras e investigadores hablar de cómo los discursos conservadores buscan disciplinar cuerpos y subjetividades me llevó a cuestionar hasta qué punto mi investigación podía estar también atrapada en marcos limitados. Pero esa incomodidad se convirtió en aprendizaje. Fue un recordatorio de que la teoría política no puede desentenderse de los conflictos sociales que atraviesan la vida cotidiana, sobre todo en un país donde las ofensivas neoconservadoras encuentran eco en el poder ejecutivo que legitiman la exclusión.
Durante agosto tuve la oportunidad de presentar avances de mi Tesis Doctoral ante Hugo Omar Seleme y un grupo de investigadores consolidado. Defender mis ideas en este contexto fue una experiencia distinta a la que habría vivido en otros lugares. Las preguntas del público no se limitaron a la coherencia interna de mi argumento; apuntaban también a su relevancia en un mundo desigual y en una Argentina donde el Estado se retrae frente a la presión del mercado. Ahí entendí que mi Tesis doctoral no es un mero ejercicio académico, sino una herramienta que debe dialogar con contextos concretos.
Paralelamente, asistí al seminario permanente “Filosofía con implicaciones prácticas”, Organizado por Guillermo Llariguet. En esas sesiones interdisciplinarias, la filosofía se confrontaba con problemas urgentes. La experiencia me recordó (y lo sigue haciendo) que, en tiempos de crisis, el pensamiento abstracto solo tiene sentido si es capaz de iluminar la práctica. No se trata solo de perfeccionar categorías, sino de dotarlas de vida en medio de escenarios que amenazan con desmantelar lo común. Ahí confirmé que la filosofía política no debe limitarse a la discusión conceptual en seminarios cerrados; debe abrirse a la calle, en palabras de Llariguet, “necesitamos una filosofía militante”.
La semana del 25 al 29 de agosto participé en las XIV Jornadas de Investigación en Filosofía. Fue un evento vibrante que viví con el Prof. Cristian Fatauros. Lo que más me impactó fue la conciencia compartida de que la filosofía en Argentina está bajo asedio. Lejos de retraerse, la comunidad académica respondía con más debate, con más producción, con más discusión pública. En ese ambiente, mi propia investigación se vio revitalizada. Escuchar a tantas personas debatir académicamente en un país en crisis me confirmó que el pensamiento crítico es, en sí mismo, una forma de resistencia.
Más allá de los seminarios y jornadas, dediqué tiempo a consultar literatura de América Latina. Fue un redescubrimiento necesario: confrontar las lecturas anglófonas que predominan en mi tesis con reflexiones locales que hablan desde la desigualdad estructural, la dependencia económica y la fragilidad democrática. Las reuniones frecuentes con investigadoras del CONICET reforzaron esa línea. Sus recomendaciones me ayudaron a precisar mis categorías y a no perder de vista que una tesis doctoral en filosofía política, aun cuando aspire a la abstracción, no puede desligarse de los contextos de desigualdad que marcan la región.
Los resultados de la estancia fueron múltiples. En lo académico, logré ajustar categorías clave. En lo personal, aprendí mucho de exponer y defender mis ideas ante públicos exigentes y diversos. En lo social, comprendí la magnitud de la deuda que la ciencia mantiene con la sociedad. Esa deuda no es exclusiva de Argentina, aunque allí se siente con fuerza. En toda América Latina —y, me atrevo a decir, en el mundo— la ciencia ha quedado a deber su capacidad de acercarse a la ciudadanía, de explicar con claridad por qué es urgente destinar recursos a lo público, a las universidades y a los proyectos sociales. La tarea de quienes investigamos es doble: producir conocimiento riguroso y, al mismo tiempo, defender la relevancia pública de la ciencia.
Lo mejor de esta experiencia fue, sin duda, la red de personas con las que tuve la oportunidad de interactuar y que se han convertido en un referente para los próximos proyectos que emprenda. Entre todas ellas, deseo destacar especialmente al director del Instituto, Esteban Llamosas, sin cuyo apoyo esta experiencia no habría sido posible; al investigador Alejandro Agüero, así como a Julieta Cena y Nicolás Beraldi por sus valiosos aportes y acompañamiento. También agradezco a las becarias Valentina Carena, Agostina Copetti, Victoria Lucía, Candela Marumi, Sofía Pezzano, Catalina Tassin y Mariana Villareal, y al personal de apoyo Cecilia Agonal y Mariela López, por su amabilidad y disposición constante.
