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Prof. D. Francisco Ayala

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Prof. D. Francisco Ayala y Garcia Duarte

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Prof. D. Francisco Ayala

Nombrado Doctor Honoris Causa el día 29 de enero de 2001


Debo agradecer y agradezco profundamente a esta universidad el honor que me confiere al haberme concedido el doctorado que recibo hoy; pero también agradezco de manera muy especial a su rector, mi amigo Gregorio Peces Barba, que, en vista de la diversidad de mis actividades intelectuales, me haya permitido elegir la facultad a cuyo amparo se me concede. Una parte muy considerable de esas actividades discurrió en el terreno de las ciencias políticas y sociales, pero he preferido acogerme aquí con su licencia al ámbito de las artes literarias, donde me fue posible expresar con mayor holgura mi más íntima personalidad.


Quisiera, pues, en esta oportunidad distraer la atención de ustedes durante algunos minutos con ciertas reflexiones acerca de problemas relativos a loa dedicación literaria en que he debido emplear los largos años de mi prolongada existencia.


Saben quienes me conocen que, en mis tiempos estudiantiles de Madrid, inicié muy joven todavía una carrera académica y literaria que la guerra civil vendría a interrumpir. Consecuencia de esa guerra fue para mí el exilio; y muy en seguida, apenas comenzada la década de los años 40, redacté en Buenos Aires un ensayo que publicaría cierta revista de México, y cuyo enunciado era Para quien escribimos nosotros. Fue éste un texto muy comentado y reproducido luego, y que tuvo por entonces amplia repercusión. Todavía hoy, más de medio siglo después, es recordado, y de vez en cuando merece que alguien lo mencione.


La cuestión que en él se planteaba es una cuestión de alcance general; una cuestión que presenta gran complejidad y tiene universal vigencia (pues no sólo cabe preguntarse para quien se escribe, sino también por qué, para qué y cómo, temario de una sociología de la literatura); pero en aquella hora asumió una significación bien concreta, y por cierto muy subjetiva. Escritor todavía joven, me hallaba yo a la sazón desterrado en América, y ese escrito mío, tan difundido por entonces en los países hispanos de aquel continente, estaba vetado en España misma. como por lo demás cualquiera otro de mi pluma.


El caso es que antes de la guerra civil ya había conseguido yo hacerme no sólo una posición como letrado de las Cortes y Catedrático de Derecho Político en la universidad Central, sino también un nombre en el campo de las letras, como colaborador de las revistas más prestigiosas, La Gaceta Literaria y la Revista de Occidente y autor de libros bien recibidos por la crítica; pero el régimen político salido de nuestro conflicto bélico procuraría, no sin eficacia, suprimir ese nombre mío, borrándolo o tachándolo y excluyéndolo, en modo tal que a partir de ahí este escritor tuvo cerrado el acceso a quienes habían sido antes y hubieran debido seguir siendo sus lectores inmediatos. En el ensayo de marras intentaba buscar respuesta para los interrogantes acerca del sentido y condiciones a los que, en aquellas circunstancias concretas, se veía sometida mi actividad literaria, como la de tantos otros colegas también expatriados. Según dije al comienzo, los planteamientos que ahí se hacían tuvieron en su momento muy amplio eco.


Por supuesto, y sin perjuicio de cualesquiera limitaciones ambientales y dificultades materiales, yo debí seguir escribiendo como mejor pude, ya que ésa y no otra es mi vocación principal: la creación literaria. De entonces acá el tiempo ha corrido muy largamente, y al margen de su tan dilatada, agitada y alborotada corriente, jamás he dejado de escribir desde aquel momento hasta hoy. Así, entre tanto, muchísimas son las páginas redactadas por mí que han ido acumulándose en volúmenes sucesivos.


Debo repetir que, desde el comienzo mismo, mi actividad literaria encontró cauces alternativos por vertientes distintas, pues siempre y a la misma vez que la ficción imaginaria he cultivado otros diversos géneros de prosa, desde el ensayo y aun el artículo periodístico, hasta el tratado de empaque científico; pero por las razones indicadas al comienzo, debo ceñirme aquí al sector específicamente literario de mi obra escrita.


Este sector de mi escritura muestra como no podía dejar de ocurrir tina gran variedad, no sólo temática, sino también de formas y estilos. Toda obra de arte literaria responde ineludiblemente al contexto histórico donde vive enmarcado el hombre que la engendra (no otro es y debe ser el compromiso, tal vez tácito, del intelectual); y ¿quién duda de que durante nuestro siglo el curso de la historia ha prestado sucesivamente al mundo aspectos muy distintos, y por cierto demasiado horribles con frecuencia? Este escritor que soy yo ha evolucionado desde luego a compás de los tiempos, y también claro está por efecto de su espontáneo desarrollo interior. En una fase inicial, integrada por dos novelas de regular extensión, mi labor fue un aprendizaje solitario, sobre la base de mis previas lecturas de clásicos y modernos. Una segunda fase, la vanguardista, marcaría luego, en contacto con los poetas jóvenes de la época, un período de experimentación. Vino la República, estalló la guerra, y con ello me impuse una pausa en la tarea de creación imaginaria. Terminada la atroz contienda, y ya en el exilio, hube de reanudar mi tarea, ahora en solitario, a impulso tan sólo de mi inventiva personal, pero, eso sí, con mucha experiencia artística y vital acumulada. Fueron años de intensa, plural e innovativa creación. Hasta que por fin, desde la década de 1960, y conforme iba restableciéndose paulatinamente la normalidad en la vida española, pudo mi producción literaria volver a hacer acto de presencia aquí, en mi tierra natal, con una eficacia cada vez mayor.


Me dispongo a hablar de mis libros, y en este pronombre posesivo: "mis", quiero que se entiendan incluidos no sólo los libros que yo mismo he escrito a lo largo de mi vida, sino también, y quizá ante todo, los libros que he leído durante toda ella, y desde antes de que mi mano fuera capaz de trazar el papel los primeros esbozos tanteando dar expresión a las fantasías de una infantil imaginación literaria, pues los unos son inseparables de los otros: en el espíritu del escritor la literatura toda constituye un campo estrechamente solidario, y es lo cierto que sin aquellas primeras lecturas mis posteriores escritos no hubieran sido lo que llegaron a ser. Así, pues, las obras de los clásicos son también en cierto modo mías, porque yo me las apropié codiciosamente conforme iba descubriéndolas en las estanterías de mi casa natal para desentrañar como mejor podía sus palabras misteriosas, fascinantes, mal comprendidas con frecuencia.


Por supuesto, la casualidad de que tales libros los de autores clásicos estuvieran a mi pronto alcance fue para mí muy afortunada. Cierto que su a veces ardua lectura hubiera podido resultarme descorazonadora si mi curiosidad no fuese superior a cualquier obstáculo; pero es que, además, esa lectura laboriosa "impropia de mi edad", como se me decía se alternaba con la de toda clase de otros papeles, aun los de calidad más barata, desde los tebeos, que empezaron a publicarse por aquellos años de mi precoz voracidad lectora hasta novelas y novelones traducidos al español, y sobre todo los cuentos imprescindibles del benemérito editor Saturnino Calleja, que siempre me sabían a poco; y estas lecturas más livianas contrapesaban la carga exigente, aunque tan agradable y compensadora, de los autores antiguos. De la intensa felicidad libresca de mis años tiernos conservo vivo el recuerdo visual de los tomos del Quijote editados para el centenario por Navarro Ledesma: sus pastas en rojo y oro rebrillan todavía en mi memoria, como también conserva ella el color de las pastas, éstas verdes con letras negras, de los dos tomos de La Regenta que había en mi casa. Con todo, debo confesar que mi ansia de aventuras encontraba su más placentero recreo en las de Los tres mosqueteros, o en las penalidades luego vengadas de El conde de ALlontecristo, en las novelas traducidas de Walter Scott, en otras de Ponson du Terrail y en los folletines de Fernández y González, especialmente su Men Rodríguez de Sanabria y El Pastelero de Madrigal; que marcarían fuerte huella en mi ánimo. Conviene advertir, sin embargo, que estas intrigas novelescas no acaparaban por entero mi atención literaria, pues también solía recrearme en la poesía de Bécquer, del Duque de Rivas y de Campoamor, cuyos versos eran objeto por aquel tiempo, no ya de lectura, sino de memorización y recitado en familia dentro de los círculos de la burguesía.


Con lo dicho, podría dar a pensar que fui yo uno de esos niños sabihondos, metidos de hoz y coz en los libros, para quienes no existe otro mundo que el de la letra impresa. Lejos de ello: mis horas de lectura placentera muchas veces artera y furtivamente robadas a las horas de estudio obligatorio , por muy intensas que fueran en cuanto experiencia formativa, no lo eran más, por otra parte, que las infatigablemente dedicadas al juego, a las correrías, a las escapatorias, al libre ejercicio físico. Quienes conozcan mi libro de Recuerdos y olvidos notarían quizá que cosa rara en las memorias de un escritor es bien poco lo que en él se dice a propósito de libros y, desde luego, nada, creo, acerca de las emociones y sentimientos suscitados por sus primeras publicaciones en el escritor novato que un día fui. El escritor primerizo suele aguardar con anhelante expectativa la aparición de sus colaboraciones en la prensa (Marcel Proust, por ejemplo él lo cuenta acechaba ansiosamente el número de Le Figaro donde debiera salir, y no siempre salía, un artículo suyo); el escritor primerizo suele detenerse una vez y otra con tímido disimulo y fingida indiferencia ante las vitrinas de las librerías a la espera de ver exhibida ahí la cubierta de su libro recién impreso; el escritor primerizo suele buscar reiteradamente, y la mayor parte de las veces en vano, lo comentarios que su obra pueda haber merecido al crítico prestigioso en las páginas de tal o cual publicación; y yo, como escritor primerizo, claro está que no hube de ser ajeno a esas pueriles cuitas, a esas emociones futiles, pero tan profundas. La letra de molde es siempre para todo escritor y no sólo para el primerizo motivo dé preocupación, de alegrías, de zozobras, de satisfacciones y de disgustos. Ver los trabajos de su mano impresos en negro sobre blanco quizá en una hoja estudiantil o en las páginas de una revista muy minoritaria suscita en el joven sensaciones particularmente agradables, matizadas de orgullo o vanidad, y a la misma vez malogradas casi siempre por el descubrimiento de las fatales erratas. Experiencia semejante se repitió con cierta frecuencia en mí a partir de los dieciséis o diecisiete años, cuando conseguí "colocar" un artículo en cierto semanario; pero luego vendría un libro, nada menos que un libro...


Acerca de sensaciones tales no es mucho, en efecto, lo que dejo traslucir en mis memorias, pero sí he referido la circunstancia fortuita y afortunada que me permitió ver publicada, a los diecinueve años de edad, aquella mi primer novela, sin extenderme a describir la tímida y encantada excitación con que había repasada las pruebas de galera y luego esas pruebas mismas corregidas y ya compaginadas. La edición de Tragicomedia de un hombre sin espíritu fue hecha sin otra guía que la rutina del impresor, una buena rutina, es verdad, de sólida artesanía.


El ambiente del Madrid literario era para aquellas fecha, 1925, variado, abierto y vivaz. Esa novela fue recibida con benévolo aplauso por la crítica más autorizada, y pronto me sentí aceptado en la comunidad de las letras, incluido, por así decirlo, en el circuito profesional. En seguida ine apliqué, pues, a redactar una segunda novela, a la que pondría por título Historia de un amanecer. También he referido e mis memorias algo sobre la publicación, el año siguiente, de este segundo libro, y cómo se hizo a expensas de un editor aficionado, un joven y entusiasta profesor de literatura, Ángel Lacalle, con quien volvería a encontrarme muchos años más tarde, regresado yo a España tras de mi exilio. Como tantos otros miembros de la vitanda profesión docente, Lacalle había sido perseguido y maltratado aquí, entre tanto, por la dictadura franquista. Seguro estoy de que, en su día, mi novela supuso para él un pequeño quebranto económico. Tampoco a mí, como autor, me produjo beneficio alguno, y no me refiero al aspecto crematístico (eso va por descontado), sino en cuanto a la empresa literaria. Corresponde ese libro a un momento de desorientación mía, del que intenté salir, y salí, creo que no sin acierto, ensayándome a través de la experimentación vanguardista con algunas prosas redactadas según la estética más avanzada.


Varias narraciones breves inspiradas en esa estética se agruparon bajo el título de una de ellas, El boxeador y un ángel, con un retrato mío dibujado a lápiz por Timoteo Pérez Rubio, en un lindo tomito de la Colección "Cuadernos Literarios" de La Lectura. De esos años fue también un libro de ensayos, Indagación del cinema, pulcro volumen aparecido bajo el sello de Mundo Latino en la entonces floreciente Compañía Iberoamericana de publicaciones: y en fin, Cazador en el alba, publicado por una entonces nueva e innovadora editorial, Ulises. Este último librito llevaba en la portada un delicado dibujo encargado por los editores a un muchacho de mi edad, de quien, corriendo el tiempo, supe que había sido asesinado en Madrid durante la guerra civil, uno de tantos absurdos asesinatos, con el que se malograría quien, sin duda, hubiera llegado a ser artista de alta calidad. Aquel dibujo suyo en la cubierta de mi libro fue luego "parafraseado" en la de la edición que mucho más tarde, en 1971, publicaría Seix Barral en Barcelona.


Esos fueron los libros míos que se publicaron en España antes de la guerra civil. A raíz de ésta, y ya en Buenos Aires, reanudaría mi actividad literaria en otro ambiente y bajo muy distintas circunstancias, circunstancias, hay que decirlo, sumamente favorables dentro de aquel contexto histórico, pues mientras España quedaba aplastada, deshecha y sofocada junto a una Europa en llamas, a mí me fue dado poder reemprender mi trabajo, acogido ahora por una comunidad literaria bastante afín a la de mis comienzos españoles y con respaldo de un público lector muy refinado. En Argentina estaba creciendo por entonces la industria del libro que la guerra había desmantelado en España, y allí se trabajaba la edición con notable arte y eleoancia. La colección en que mi relato El Hechizado vio la luz, "Cuadernos de la Quimera", era una colección exquisita, y muchos lectores conservan hoy día ese pequeño volumen como pieza de bibliófilo. El Hechizado es uno de los relatos que entrarían poco después a integrar el volumen que titulé Los usurpadores, publicado por la Editorial Sudamericana en 1948, el mismo año en que por su parte la Editorial Losada lanzaba La cabeza del cordero, libros ambos con los que se abriría una nueva fase de mi producción literaria.


Hasta aquí he hecho balance de mis lecturas precoces y de los primeros libros escritos de mi mano. Nadie terna que continúe todavía la relación; pues si ello sería para mí tarea fatigosa, ¡qué no sería para quien hubiera de escucharme! Debo advertir por otra parte que, cualquiera pudiese haber sido mi afición al libro como objeto, los avatares de mi vida han impedido que esa afición se me convirtiera en manía. En la guerra civil se dispersó la ya no tan mínima biblioteca que hasta entonces había juntado, en la que figuraban ¡lo pocos ejemplares dedicados cuya pérdida todavía lamento, muy en especial varias primeras ediciones: de la novela de Azaña El jardín de los frailes, de La rebelión de las masas que Ortega me regaló, y del Romancero gitano adornado con los cariñosos garabatos de Federico. La incomodidad de mis sucesivos traslados y otros inconvenientes bastaron luego a desanimar en mí cualquier veleidad de coleccionismo. Mi vida ha sido una larga vida de escritor, y escritor sigo siendo hasta la fecha. Baste, pues, con lo dicho. Pues no debo, extendiendo más este recuento, abusar de la paciencia de mis oyentes, cuya atención agradezco.