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Prof. D. Alejandro Nieto García

Prof. D. Alejandro Nieto García

Nombrado Doctor Honoris Causa en el acto de Apertura del Curso 95/96

Magníficos y Excelentísimos señores rectores, dignísimas autoridades académicas y civiles, señoras y señores, amigos:

 Me siento abrumado por el honor que se me ha concedido y, mucha más, por la laudatio que acabamos de escuchar debida, como es patente, a la amistad del Profesor Parejo y no a merecimientos objetivos míos. De todas maseras es halagador que, cuando los afectos personales ciegan y resulta desmesura, caiga ésta en e! elogio y no en la descalificación. Por mi parte reconozco que el orgullo de los mayores consiste en comprobar que el humilde grano que se va sembrando en las aulas puede alcanzar con el tiempo la soberbia talla científica, académica y humana propia de quien un dia fuera alumno mío y hoy es colega y maestro de tantas cosas.

Mis relaciones con la Universidad de Carlos III han sido siempre de atención constante debido a que aún conservo la esperanza, siquiera sea remota, de que alguna Universidad pública española demuestre que todavía existe una muestra de las viejas y entrañables alma mater, como aquí se está intentando. Mi nuevo doctorado me obliga, en cualquier caso, a participar en el esfuerzo y con mucho gusto me. dejo contagiar por las ilusiones de todos los que en este lugar trabajan, empezando por las de su Rector, ejemplo de limpidez pública en una época singularmente turbia.

Esta lección magistral va a referirse a mis experiencias intelectuales y vitales con el Derecho: una tarea dernasiado ambiciosa para el breve tiempo que la cortesía académica permite. Me gustaría, en consecuencia, que no fuera considerada como una autentica lección magistral sino, mucho mas modestamente, como ministral.

En 1948 ingresé en la Facultad de Derecho: 47 años llevo, por tanto, dedicado al Derecho, viviendo en él y para él (y, por supuesto, de él). Desde el primer día he estado preocupado por esta cuestión y, sin embargo, al cabo de tanto tiempo no sé lo que el Derecho. ¿Cabe mayor paradoja? Oficiar cada mañana en las aulas una ceremonia cuasireligiosa sin un dios conocido: invocar en los Tribunales un espíritu superior identificado, caminar por los pasillos de la Administración con un cirio  apagado en la mano. Espero que esta confesión sea tomada como lo que es- como una declaración de modestia -y no de falsa modestia- : y de seguro buena parte de los que me están escuchando compartirán mi ignorancia.

El hecho es que me he pasado la vida persiguiendo con entusiasmo energético una pieza valiosa y ahora me presento aquí con las manos vacías. ¿Qué es el Derecho? Qué hay detrás de esa palabra que todos tienen en las labios y muy pocos en el corazón'? ¿Cómo; es posible que nadie haya acertado hasta ahora con lo que constituye el nervio de una cultura, la latina, varias veces milenaria?

La desazón aumenta cuando, como consecuencia de lo anterior, surge una duda de mayor calibre: si ningún cazador ha logrado atrapar, y ni siquiera ver, al Derecho, ¿no será que, como el unicórnio. carece de existencia real y lo único que queda de él es la palabra? ¿Y si fuera una ilusión piadosa. como la paz universal, o un engaño político, como la voluntad popular?' ¿o un recurso retórico para dar brillo a las conferencias y justificar cataratas bibliográficas?, O lo que es peor todavía: ¿no se tratará, simplemente, de un medio cínico para justificar las ganancias de ciertos profesionales o para legitimar que ciertos políticos dominen la sociedad?. El intelectual honesto ha de abrir mucho los ojos y estar siempre atento y desconfiado porque en estos pagos pueden surgir en cualquier momento tremendas sorpresas y reiterados desengaños como bien claro resulta de mi autobiografía científica, cuyo verídico relato vale por una reflexión de Teoría del Derecho.

La primera jornada de mi aventura personal se desarrolló en las aulas de ia Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid. Allí me enseñaron que el Derecho es un montón  de conocimientos revueltos, científicamente sospechosos y literariamente raquíticos pero cuya memorización, sin necesidad de comprensión ni de raciocinio propio, habilita para obtener un titulo académico y luego para ganarse la vida. En definitiva, derecho es lo que sirve para aprobar asignaturas y oposiciones y, en su caso, para resolver expedientes administrativos o para ganar pleitos, ¿,Una tesis disparatada, una broma irrespetuosa? De ninguna manera porque (no nos engañemos) Tal es el concepto que corre entre nosotros con unanimidad casi absoluta, puesto que es el que tienen del Derecho el 97 por ciento de los estudiantes, el 98 por ciento de los funcionarios y el 99 por ciento de los abogados quienes deben estar, por cierto, muy seguros de él dado que jamás lo han puesto en duda y sonríen con indiferencia y desdeño cuando oyen plantearse otra cosa.

Por lo que a mi se refiere. sucedió, no obstante que, asegurada ya mi situación económica, volví a la Universidad y en el silencio de las bibliotecas los libros de mis maestros me convencieron de la zafiedad de lo que me hablan contado antes en las aulas, abrieron mis ojos, oxigenaron mi espíritu y , lo que. es más importante, me devolvieron la ilusión de pensar. En aquellos libros tuve, en efecto, rni primer contacto, ya que no con el Derecho, al menos con una sombra de él: unos conceptos exquisitos elaborados por sabios profesores extranjeros, que formaban sistemas deslumbrantes y con los que se construían edificios armoniosos en cuyas estancias se recreaba la razón. De esta manera me convertí en un devoto de la jurisprudencia de conceptos y tomé conciencia de la superioridad intelectual que me proporcionaba el descubrimiento de saber que Derecho es un sistema intelectual rigurosamente racional y lógico que permite entender las relaciones sociales y resolver los conflictos que en su seno pueden producirse.

No hay orgullo tan legítimo como el que se. basa en el dominio de una dogmática ni nadie vive más feliz ni más cómodo que aquél que cree en lo que dicen los libros. Libre ya del pelo de la dehesa propio de las aulas universitarias y de las academias de preparación de opositores, me acerqué orgulloso y confiado al Foro, donde me esperaba una sorpresa dolorosísima. Porque en los Tribunales descubrí asombrado que a los jueces no les importaban las admirables opiniones de Hauriou o Zanobini sino la austera prosa de la ley positiva y, en consecuencia, tuve que aceptar que Derecho es lo que dice la norma jurídica positiva y que los libros son adornos para gente ociosa o ambiciosa. Así fue como, olvidando de nuevo lo aprendido, entré en la orden venerable del positivismo legalista, donde tuve el honor de coincidir con la mayor pare de quienes se dedican a la docencia.

Con este paso llegué, al fin, al suelo firme, a esa seguridad jurídica que es la corona más preciosa del Derecho y la que caracteriza a sus servidores. El Boletín Oficial no podía engañarme y algunas colecciones legislativas particulares me, proporcionaban, además, una fuente nutricia literalmente inextinguible con la que podía montar argumentos solidísimos propios o desmontar los contrarios sin otro trabajo que el de buscar por orden alfabético lo que me conviniere. Porque cuando una tesis o un cliente se defienden con los bloques graníticos de la ley, son inexpugnables ya que el Derecho es el texto como el texto es Derecho.

O al menos esto es lo que yo creta entonces a pies juntillas hasta que los propios jueces -los mismos que me habían obligado antes a abandonar las teorías para atenerme a las leyes se encargaron de desengañarme de nuevo y me forzaron a volver a empezar y ahora por cuarta vez. El caso es que con el curso de la experiencia terminé dándome cuenta de que los pretendidos siervos de la ley eran, en realidad, sus señores y señores despóticos e incontrolados que obligaban decir a los textos lo que jamás se hubiera pensado. Además, unos jueces aplicaban unas leyes y otros, otras distintas. Y hasta un mismo tribunal juzgando casos idénticos cambiaba con soltura de opinión dos o tres veces al año. De esta manera conocí el Derecho judicial del que pronto me convertí en paladín entusiasta, aunque un tanto a la fuerza, dado que pretender imponer otra cosa en los tribunales es darse golpes en la cabeza contra una pared: la pared de quien responda y decide. En sustancia, pues. Derecho no es lo que dicen las leyes sino lo que dicen los jueces, que es, en último extremo, lo que cuenta y vale. ¿De qué sirven, en efecto, !as leyes que los jueces no aplican? ¿Y cuál puede ser el contenido de las leyes sino el que quieran darle los jueces? A la vista de tantas experiencias es inevitable deducir que la imagen de las fuentes del Derecho ha dejado de ser acertada. Ya no se trata de corrientes vivas que clarifican sino de escombros que ocultan. Hoy sería más propia hablar de "los montones del derecho" donde se acumulan sin orden ni concierto leyes del Estado y de las Comunidades Autónomas, Reales Decretos. Decretos, Ordenes ministeriales y de consejerías. Resoluciones, Pactos y Acuerdos sindicales con valor normativo, contratos-programa, convenios de todo tipo, Instrucciones, Circulares, Reglamentos y, por encima, los Tratados de la Unión Europea con sus Reglamentos y Directivas. Todo ello acompasado por más de veinte mil sentencias anuales del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, del Europeo de Derechos Humanos, del Constitucional, del Supremo y de los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas, sin contar, claro es. con las Audiencias y Juzgados inferiores. ¿Cómo encontrar aquí el Derecho? El buscador está obligado a excavar larguísimos túneles y galerías si quiere encontrar alguna pepita de valor. Y al parecer de eso se trata ahora: de unos granos de oro -los principios generales del Derecho- que introducen orden en el caos y dan sentido a cada uno de los elementos del Ordenamiento Jurídico. El Derecho se encuentra en los principios generales del Derecho, que son su Verbo.

Si echamos ahora la vista atrás, vemos que en cualquier caso el positivismo se ha hundido por la incontinencia del legislador que le ha abrumado con el peso de sus normas excesivas, Con la consecuencia de que el Juez, para poder caminar, tiene que reducir su equipaje y seleccionar del Ordenamiento, no ya lo que podría ser formalmente vigente, sino lo que a él le parece útil aplicar. Decisión muy cuerda -y quizás necesaria- pero, que tiene el inconveniente de la arbitrariedad o inseguridad jurídica, en términos generales, el de la impredictibilidad, la contradicción habitual y, en definitiva, el caos o, dicho de forma más elegante, la jurisprudencia tópica.

Mi. generación ha visto, en resumen, una evolución circular que ahora se está cerrando: desde la confianza absoluta en el texto hasta la entrega sin condiciones en manos del cadí, quien, por encima de los textos, decide con la arrogancia y la impunidad propias de un poder constitucional.

Al llegar a estas alturas forzoso es reconocer que nos encontramos perdidos en el laberinto. Mis experiencias personales han coincidido punto por punto con las teorías de las escuelas que aparecen en los libros, pero si todas son plausibles y si todas cuentan con adeptos entusiastas, pero que peor. Y en tal confusión he estado viviendo hasta que me di cuenta de que la abundancia de teorías se debe a un mal planteamiento. empezando por el hecho de que no se trata de amontonar teorías brillantes o de escoger una de ellas. La verdadera cuestión no es el concepto del Derecho ni la determinación de sus fuentes ni su interpretación. Todo esto no son más que epifenómenos de lo esencial Lo esencial es la actitud personal que adopta el jurista ante el Derecho. No se trata, por tanto, de una actitud intelectual sino vital. No es una teoría sino una praxis; una convicción, no una razón.

Creemos estar en un laberinto y lo que sucede es que andamos con los ojos cerrados o, peor aún, con ellos tapados por erudición estéril. Encontrar la salida es, en consecuencia, muy fácil. Basta dejar de guiarnos por otros ciegos y abrir los ojos. Porque la realidad es clarísima, como vamos a comprobar inmediatamente; aunque no nos guste. De tal manera que lo único que hace falta: es valor y sinceridad para confesar lo que estamos viendo.

El jurista nacido en la Ilustración y que ha llegado sustancialmente hasta nosotros creía en las normas positivas como emanación directa de la voluntad popular y se sometía a ellas pasivamente, con absoluto respeto, convencido de que su función era entenderlas o, a lo sumo. aplicarlas. En cualquier caso las aceptaba tal cual eran, sin entrar en su contenido, que consideraba fuera de su alcance e incluso de su juicio. La manipulación que el jurista hacia de las normas era meramente formal. Lo que sucede, sin embargo, es que ese tipo de jurista ya ha desaparecido (salvo excepciones muy contadas).

El jurista de hoy es vitalmente muy distinto. Ya no acepta sumisamente las normas sino id quod prodest: en lo que le convencen y, sobre todo, en lo que le son útil. El jurista actual perdió el respeto a las normas en el momento en que dejó de creer en la voluntad popular y vio cómo la soberanía de la ley se ajaba en compromisos inconfesables; de la misma manera que pudo constatar que los reglamentos expresaban al despotismo política o burocrático y que la augusta toga judicial abrigaba personas de carne y hueso. En conclusión, al jurista de hoy ya ha dejado de creer que la ley es una norma sagrada e intocable y -tan descreído coma irrespetuoso- se atreve a enjuiciar el contenido de la ley y hasta poner sus manos en ella. Lejos ya del pasado formalismo, entra en el contenido material de las normas y obra luego en consecuencia de tal forma que, dejando a un lado la autoridad, valora con sus propios criterios v. a sus resultas, aplica o no aplica, o aplica previa adaptación, las normas.

Pues si esto es así, hora es ya do dejarnos de hipocresías e importa llamar a las cosas por su nombre. Porque si fuera verdad que las leyes ordenan la sociedad y resuelven los conflictos y que los juristas se limitan a interpretarlas, todos -o al menos la mitad justa- deberían ser suspendidos por ignorantes o castigados por su mala fe, dado que no hay dos abogados que, ante el misma casó, opinen lo mismo ni dos jueces que dicten igual sentencia. Hora es de dejar de burlamos de los ciudadanos y de engañar a los estudiantes. Porque no se trata de ignorancia o de mala sino de algo más grave, a saber, que ni las leyes ordenan la sociedad ni resuelven los conflictos sino que, a todo lo más, son directrices, puntos de referencia que el legislador pone en manos de los funcionarios y de los jueces, a sabiendas de que sólo muy parcialmente van a aplicarlas y que lo decisivo será siempre no la voluntad del legislador sino el criterio personal del operador.

Pero ¿cuáles serán esos criterios que impulsan al jurista a aceptar solo cuando y en la medida en que el contenido de ésta concuerde con su juicio? Por lo pronto, es seguro que se trata de criterios personales lo cual explica la diferencia de decisiones, Y, en segundo lugar, es un criterio ajeno o trascendente a la norma. Dicho sea muy claramente cada operador jurídico tiene un fin personal en cada caso concreto; llegado el momento contrasta la norma con tal fin y, si le conviene la aplicará; pero si fin y norma no están de acuerdo, rechazará la norma o la retorcerá sin escrúpulos hasta que le sea útil.

La teoría del fin del Derecho es algo conocido desde Ihering; pero nótese (.y lo digo con énfasis especial) que yo estoy hablando del fin subjetivo, personal y egoísta del operador jurídico y no del fin objetivo y social de la norma. Una precisión que tiene algo , y aun basante, de cínica y revolucionaria; pero no olvidemos que -como decía el juez Holmes- el Derecho debe ser tratado siempre con "ácido cinico". Al oír esto rásguese quien quiera su toga; pero la realidad es así v yo prefiero que me condenen por escándola a que me tengan por tonto.

Porque, vamos a ver, ¿cómo obra realmente el abogado? Exactamente como estoy diciendo. Su fin es el interés material de su cliente. En su consecuencia, una vez identificadas las normas positivas que el legislador ha puesto a su disposición para el caso concreto, del montón que resulta escoge las que favorecen a lo intereses de su cliente y silencia o retuerce a su medida las contranas, ya que no han conseguido superar el filtro de su valoración personal. El abogado que no obre as¡, croe tire la primera piedra. Y lo mismo hace el jurista funcionario, cuyo fin es el interés de la Administración o el cumplimiento de la voluntad política, aunque vengan disfrazados con el solemne rótulo del interés publico.

En ambos casos, el rol del operador jurídico muy sencillo porque el fin es siempre perfectamente identificable (para el abogado el de su cliente; para el funcionario el de su superior). Por ello mismo, la decisión del Juez es mucho más difícil, dado que no tiene ni clientes ni superiores y su fin es resolver en Justicia y de acuerdo con Derecho los casos concretos. Pero ¿donde encontrar esa Justicia que necesita si la Justicia no es un bien de este mundo y, en cualquier caso, nada tiene que ver con el Derecho como (aparentemente) demostró ya Kelsen?. ¿Y qué decir del profesor, cuya responsabilidad social es mucho más graves, puesto que no es lo mismo tirar al suelo manzanas aisladas que estropear el árbol en su raíz?

Dejemos, con todo, al Juez con sus problemas ya que la Justicia no cabe en mi lección ministral ni es cosa de seguir abusando de la paciencia de quieres me escuchan. Ahora bien, dejar a un lado en este acto a la Justicia por razones de tiempo no debe entenderse como un gesto de indiferencia por mi parte. Antes al contrario; porque soy de aquellos quisieran ser tenidos por juristas justos y no como meros hombres de leyes. Tan es así que honrado hasta el colmo me sentiría, si en lugar de haber concedido un inmerecido título de doctor honoris causa, hubiera recibido un imposible título de doctor justitiae causa.

He dicho.