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Prof. D. Román Gubern Garriga-Nogués

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Prof. D. Román Gubern Garriga-Nogués

Román Gubern Garriga-Nogués

1 de febrero de 2013, Aula Magna (Campus de Getafe)  

Excelentísimo Rector Magnífico de la Universidad Carlos III, autoridades académicas, colegas, amigas y amigos.

Es para mí un gran honor recibir hoy la investidura como doctor honoris causa de esta prestigiosa Universidad, a propuesta del Departamento de Periodismo y Comunicación Audiovisual, en un reconocimiento que no se dirige tanto a mi persona, creo entender, como a la cultura cinematográfica, que es una de mis especialidades académicas centrales pese a que, no hace demasiados años, sus proyecciones eran percibidas generalmente como un entretenimiento trivial y plebeyo, indigno de entrar en el templo de la alta cultura.

Debo empezar confesando que, como hijo de una trágica Guerra Civil, alivié la tristísima posguerra española frecuentando las cuevas de sueños felices que eran entonces las salas de proyección, calientes en invierno y pronto refrigeradas en verano. Consumíamos en aquellas cavernas oscuras sueños y ensueños consoladores, aunque nos llegaran entonces entintados con la languidez vegetal del Agfacolor que procedía del Berlín nazi, que era entonces amigo de la dictadura franquista. El cine fue primero para mí evasión, consuelo, ensoñación y cosquilleo erótico.

Pero mi valoración ingenua de aquel espectáculo cambió cuando descubrí las turbiedades en claroscuro del cine negro americano, que entonces no sabía que se llamaba así. Este género, que nos llegó en los años del hambre liderado por un halcón maltés, me descubrió que los seres humanos tienen un lado oscuro e inconfesable y que la vida no siempre acaba con un final feliz. En vez de con un beso, esas cintas ricas en tenebrosos claroscuros solían terminar con un cadáver sobre el asfalto. Explico este detalle, porque cuando me incorporé a la Universidad española, después de un exilio docente en los Estados Unidos durante la dictadura, la primera tesis doctoral que tuve que dirigir procedió de una licenciada en Filología Inglesa, quien me imploró que le auxiliara para realizar una investigación sobre Dashiell Hammett, ya que en su Departamento ningún profesor se había prestado a ello, arguyendo que Hammett era sólo un autor de novelas baratas de detectives. Su excelente trabajo, titulado Dashiell Hammett and his time,permanece lamentablemente inédito.

Y tras el cine negro llegaron algunos despojos del neorrealismo italiano que dejó filtrar la censura. Aprendimos que una simple bicicleta puede constituir la razón de ser de una vida. Y que en la más prosaica existencia cotidiana de las gentes humildes puede anidar la mayor de las tragedias o la más intensa poesía. Celebramos los desgarrados dramas del neorrealismo italiano en los cineclubs y las revistas universitarias, como un fruto prohibido y apenas entrevisto. Fue una pieza clave en la formación de nuestra conciencia política contra la dictadura, como las lecturas de los libros prohibidos de Sartre, de Camus o de William Faulkner que comprábamos de tapadillo en las trastiendas de algunas librerías de confianza.

Tras este breve preámbulo autobiográfico permítanme que les hable de algo que ya debiera ser obvio, a saber, de la importancia del espectáculo de las imágenes en movimiento, que Thomas Alva Edison ofreció primero como visión individual en el ocular de su kinetoscopio y que poco después los hermanos Lumière ofrecieron para disfrute colectivo en salas públicas. Aunque los Lumière creyeron inicialmente que su invento óptico serviría únicamente a la causa de la investigación científica, para estudiar con precisión el vuelo de las aves o el movimiento de las patas de un caballo al galope. Fue la reacción de su público la que hizo torcer el destino científico y pedagógico previsto para su invento y encarrilarlo hacia el mundo del espectáculo popular y comercial, en forma de entretenimiento colectivo. En 1963 Jean-Luc Godard rendiría un homenaje a sus inventores, colocando en su film El desprecio, bajo la pantalla de una sala de proyección de Cinecittà, una famosa frase que se les ha atribuido: El cine es un invento sin porvenir.

Muy pronto, la semilla fundacional del documental –el tren llegando a la estación, los obreros saliendo de la fábrica- germinó en forma de ficciones puestas en escena, en breves peripecias cómicas interpretadas por actores no profesionales, con mucha frecuencia anécdotas breves y jocosas, como la del regador regado, tan celebrada por el público finisecular. El cine primitivo pasó imperceptiblemente del estadio del mostrar al estadio del narrar, por toscas que fueran sus primeras narraciones. Y así inició también un proceso de ósmosis con los espectáculos de varietés y con las peripecias mostradas en sus coetáneas historietas dibujadas que publicaban algunos periódicos. De modo que la imagen móvil del cine se vio fecundada y vivificada por el imaginario de las imágenes fijas secuenciales, que representaban la temporalidad de forma virtual, pero que desbordaban el marco de la representación documental, suplantada por anécdotas narrativas inventadas por sus dibujantes.

El político socialista francés Jean Jaurès no tardó en bautizar al nuevo espectáculo como Teatro del Proletariado, porque entendió que se trataba de una forma de teatro mecanizado, industrializado, ubicuo y barato que cumplía para la clase obrera de su tiempo una función similar a la que antes había desempeñado el teatro para la aristocracia primero y para la burguesía después. Aunque aquel espectáculo mecánico, que se ofrecía como una forma de entretenimiento ligero e ingenuo, era también un portador poco inocente de ideología, fijador de roles y de estereotipos sociales, de consignas y de mandamientos, que se disimulaban en el envoltorio de cada uno de sus géneros. Es decir, el cine era el más potente socializador del imaginario colectivo inventado hasta aquel momento.
Claro está que también la novela había socializado en el siglo XIX el imaginario occidental, pero sólo para quienes sabían leer. Y el teatro y la ópera lo habían hecho para quienes podían pagarse una entrada a sus salas. De modo que el cine vino a heredar la tradición narrativa de la novela, además del estatuto espectacular del teatro y en ocasiones la tradición plástica de la pintura occidental. En este punto, es menester recordar que el formato de los fotogramas, tal como Edison lo eligió en su encargo de película virgen a la casa Kodak y heredó luego Lumière, era de 3x4, es decir, con una relación entre sus lados de 1:1´33, relación que se corresponde con el formato dominante en la pintura narrativa occidental y con el escenario del teatro a la italiana. De manera que, de modo consciente, el cine se vio inserto en la genealogía de las artes de la representación en Occidente, que habían educado la sensibilidad de varias generaciones de ciudadanos europeos. Porque los cineastas norteamericanos, con una muy inferior tradición museística que en nuestro continente y una mucha mayor desinhibición canónica, no tuvieron inconveniente en introducir el Plano Tres Cuartos –llamado pronto Plano Americano-, que cortaba a los personajes a la altura de las rodillas, herejía estética para la pintura académica occidental (salvo si se trataba de personajes sentados), al punto de que en los estudios franceses se prohibió aquel formato de encuadre, al que se le descalificó con el apelativo denigrante de “plano lisiado”.

Arte de síntesis, por lo tanto, el cine prolongó la vocación narrativa de la novela, al asociar el cronologismo de los hechos mostrados a su causalidad. La pantalla de cine era un escenario de teatro sin paredes frontales y privilegiado por el don de la ubicuidad de sus escenarios y de sus puntos de vista, como la narración novelesca. Y hablaba a su público con el lenguaje de la imagen figurativa en movimiento.
Pese a la manifiesta riqueza de su síntesis creativa, el cine fue considerado durante muchos años un mero producto impersonal surgido de una industria motivada sólo por fines mercantiles. Influyó sin duda en ello su elaboración colectiva –y por lo tanto supuestamente impersonal-, su génesis industrial y el diseño de muchas de sus obras a partir de estereotipos repetitivos previamente verificados en el mercado. Una prueba evidente de esta subestimación cultural generalizada la suministra que la expresión “cine de autor” no se difundiera entre los críticos y los comentaristas cinematográficos hasta los años sesenta del siglo pasado, cuando este espectáculo había rebasado su medio siglo de historia y había ofrecido ya películas tan personales y de la talla artística de Ciudadano Kane, de Roma, ciudad abierta, de Rashomon o de Fresas salvajes.
El cine evolucionó con rapidez. Pasó de su mudez inicial, que lo asociaba al viejo arte de la pantomima, a la etapa sonora –que a veces se limitó a producir un chato teatro filmado- y alcanzó luego el despliegue cromático propio de la pintura y la espectacularidad tridimensional, una vieja moda que ha retornado recientemente, como todas las modas. Por el camino quedaron abandonados los despojos de sus experimentaciones en torno al cine oloroso y el cine táctil, que Aldous Huxley vaticinó en 1932, en su novela futurista Un mundo feliz.
Pero durante décadas las salas de cine fueron templos o catedrales laicas, en donde el público compartía una liturgia y una comunión emocional, de modo que el primer plano del rostro de los actores sobre una gran pantalla les colocaba virtualmente a veinte centímetros del suyo propio. Y así surgieron las pasiones cinéfilas basadas en el star-system, en una nueva idolatría pagana, con sus Afroditas y sus Apolos de la edad de la razón, con sus cánones de belleza que era obligado imitar y con sus amores imposibles a dioses y diosas de un Olimpo industrial llamado Hollywood. Sus cánones tenían también aspectos coercitivos y el departamento de publicidad de la Metro-Goldwyn-Mayer, muy preocupado por la prolongada soltería de su actriz bisexual Greta Garbo, le obligó a firmar en 1932 un artículo justificatorio titulado Por qué no quiero casarme.

 En su libro de memorias, Anita Loos, la autora del best-seller Los caballeros las prefieren rubias, explicó que los jóvenes de su generación, en la etapa muda, aprendieron los rituales del galanteo y de la iniciación amorosa fijándose atentamente en cómo lo hacían los actores en la pantalla. La espectadora adolescente aprendía cómo debía aceptar o rechazar una cita galante. Y aprendía que a la hora del beso debía echar la cabeza hacia atrás y cerrar los ojos. Esto puede resultarnos anacrónico en la era de Internet, en donde hasta los preadolescentes pueden acceder sin dificultad a prácticas eróticas mucho más osadas que aquel beso iniciático con los ojos cerrados. Pero durante un siglo el cine, prolongado por el audiovisual casero que constituye la televisión, ha forjado nuestras liturgias cotidianas, nuestras costumbres, nuestras ideologías y, también, nuestros prejuicios y nuestras aversiones.

El cine tardó mucho en entrar en las aulas universitarias españolas. Era percibido muy mayoritariamente como un entretenimiento plebeyo, como una modalidad de panem et circenses de la era industrial, por mucho que Rafael Alberti hubiera proclamado su orgullo de ser su coetáneo, por mucho que un sexagenario Azorín lo reverenciara en su senectud, por mucho que algunos pintores abstractos lo hubiesen incorporado a sus prácticas expresivas, por mucho que Luis Buñuel hubiera vivificado en su debut al cenáculo surrealista parisino y por mucho que algunos cineastas soviéticos hubieran encendido revueltas proletarias con algunas de sus cintas. Sólo era respetado con fervor en las catacumbas de los cineclubs universitarios, cenáculos de expertos con aroma de clandestinidad.

Yo tuve que iniciar mis clases de historia del cine en la lejana California, y en lengua inglesa, descubriendo a la vez que la lengua no es una esencia sino una circunstancia.
Al invento del cine le sucedió décadas más tarde el de la televisión, que, a diferencia de la pantalla pasiva y de reflexión del cine, heredada de la Linterna Mágica, introdujo la pantalla activa de emisión, que sería ya una constante de todas las pantallas que surgirían a partir de entonces en la era electrónica. Y si los hermanos Lumière, en las postrimerías del siglo XIX, habían postulado que su invento serviría sólo a la causa de las investigaciones científicas, Vladimir Zworykin, el inventor en 1933 del tubo iconoscopio en que se fundamentó la primitiva televisión electrónica, declaró también que su artefacto serviría para ampliar la visión humana, llegando a proponer la instalación de una cámara de televisión en un cohete para la observación de lugares inaccesibles en el espacio.

También la realidad práctica, arrastrada por empresas comerciales del sector audiovisual, acabaría por desmentir o aminorar su generosa y ambiciosa propuesta de investigación científica

El cine fue así la semilla fundacional de eso que hoy llamamos la iconosfera contemporánea, derivada de la densa pantallización de la sociedad y de cuyas terminales audiovisuales –públicas o privadas, pero todas ellas hijas o nietas del cine- brotan permanentemente informaciones útiles e inútiles, obras maestras y propuestas banales, creaciones artísticas y estímulos alienantes, en un revoltijo que exige finura de criterios y una selectividad muy atinada por parte de los espectadores, ahora rebautizados usuarios. Y, en razón de esta mescolanza tan profusa y confusa, para terminar mi disertación quiero hacer mías, por pertinentes, las lúcidas reflexiones de Umberto Eco quien, hace ya bastantes años, mucho antes del nacimiento de Internet, escribió: “La civilización democrática se salvará únicamente si hace del lenguaje de la imagen una provocación a la reflexión crítica, no una invitación a la hipnosis”. Esperemos que sea esto lo que ocurra finalmente en nuestra densa iconosfera contemporánea, que es la vez una hija y una nieta del invento del cinematógrafo por parte de los hermanos Lumière hace poco más de un siglo y a cuya cultura audiovisual hoy rendimos este merecido homenaje académico.

Muchas gracias.