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Profesor Pio Caroni

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Profesor Pio Caroni

27 de enero de 2017

Fuori il mandorlo stormiva e ogni tanto cigolava di vecchiaia. Dal paese, dal suo selciato, veniva lo zoccolio di un mulo. Qualcuno partiva già per la sua campagna. Ce n’erano di distanti tre o quattr’ore. Ricordò che dicevano: “Se arrivi nel tuo non è mai lontano”.
F. Biamonti, Attesa sul mare, Torino 1994, p. 56.


Excelentísimo y Magnífico Rector.
Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades.
Miembros del claustro universitario, familiares, amigos, señoras y señores:

En mi tierra tengo amigos que se asombrarían, y no poco, si supieran dónde estoy y que estoy haciendo. Conocedores de mi profundo y nunca disimulado escepticismo respecto a las ceremonias académicas carentes de vida, estos incrédulos amigos querrían conocer las razones tanto de mi actual presencia como de mi aparente cambio de planteamiento. Les debo a ellos, pero sobre todo les debo a ustedes, que miran a este canoso historiador suizo del derecho, que además les habla en italiano, con el estupor con el cual todos nosotros, por prudencia o por respeto, afrontamos con frecuencia lo nuevo o lo distinto.


Comenzaré recordando que he entrado en la vida de esta Universidad, que hoy me acoge generosamente entre sus miembros, de manera nada ceremoniosa. Invitado, para mi sorpresa, en la primavera de 2006 a participar en un coloquio sobre el destino, todo menos claro, de la enseñanza de la historia a futuros juristas, vine y hablé como podía, quiero decir no como quien defiende una elección (algo que remite al mercado), sino una vocación (que remite a la vida). Lo hice obviamente eligiendo cuidadosamente las palabras, calibrando las frases –porque la materia es notoriamente problemática–, pero también con pasión, que por su naturaleza es difícil de moderar. Alguien tuvo que advertir todo esto pues, dos años más tarde, recibí –todavía de manera más inesperada– la invitación a tener algunas horas de clases con estudiantes ya claramente encaminados hacia la conclusión de los estudios. La acogí con incrédula alegría, me preparé meticulosamente y me dispuse a partir. Pero por, una discutible broma del destino, ese día en vez de terminar en el aeropuerto, como tenía previsto, terminé en el hospital. Desde allí telefoneé a mi querida colega Adela Mora Cañada –que recuerdo hoy y aquí con tanta emoción como gratitud–. A ella que en calidad de su cargo me había invitado, le conté mi desventura, le presenté mis excusas y, sobre todo, le imploré que confiase el encargo a otro colega, si fuera posible con mejor salud. Adela no atendió mis ruegos, cortó en seco y respondió de manera desenvuelta: “¡Profesor, le queremos a usted y solo a usted!”.


Así entré en la vida de esta facultad, ab initio me sentí miembro extranjero pero no extraño de esta gran familia, destinatario de cortesías y de continuas atenciones, interlocutor privilegiado, colega escuchado. El acto académico de hoy, que generosamente me acoge entre los doctores de esta prestigiosa institución, no lo vivo por eso como una ceremonia anodina y cansina. Confirma más bien y da sentido a una historia, la que he intentado resumir. No es una táctica, ni menos aún un reconocimiento obligado, sino un acto gratuito manifestación de una fraternidad, queridas y queridos colegas, que os honra y me conmueve.


Una cosa es totalmente cierta: que aquí siempre me he sentido en casa. No solo porque las relaciones personales eran cordiales y amistosas, sino también porque como tema general de mi enseñanza, que se desarrolló regularmente desde 2009 hasta 2012, fue desde el comienzo propuesto el universo de la codificación, con la riquísima historia que lo abraza; es decir un tema, que desde hace medio siglo me acompaña fiel como una sombra, hasta el punto que, cuando intento liberarme de él para explorar otros territorios, inevitablemente me atrapa, en una palabra me domina. Lo que resulta inexplicable, si se piensa que en este universo he entrado sin quererlo, incluso por equivocación. En efecto, otra cosa había atraído inicialmente mi atención, la vida y sobre todo la obra de un gran jurista alemán, descendiente de una familia de hugonotes, que vivió de 1779 a 1861. Friedrich Carl von Savigny, este es su nombre, es considerado generalmente el mayor jurista europeo del siglo XIX. Yo leía sus obras, muchísimas y escritas con clásica e inimitable elegancia, con esa voracidad impetuosa e insaciable, como solo se tiene a los treinta años. Intentaba conquistarlo, comprender sus secretos, apropiármelo, un poco como hacemos con todas esas cosas, esas músicas, esos cuadros, esas poesías que nos acompañan fielmente a lo largo de la vida, compartiendo a veces nuestra alegría, otras veces consolándonos. Y al mismo tiempo lo interrogaba, intentaba imaginarme sus disposiciones de ánimo, comprender sus intereses.


De Savigny, veneradísimo e incansable maestro de jóvenes, que de todo el mundo acudían a Berlín, todos atraídos por su irresistible, singularísimo carisma, de él los juristas actuales recuerdan por lo general, como mucho, el nombre. Y quizás también, siendo afortunado, algo más: que en 1814 creó confusión en el mundo de los juristas y de los políticos publicando un pamphlet, en el que criticaba con insólita radicalidad la estrategia codificadora. Para comprender el valor histórico de este aspecto hay que tener presentes tres coordinadas.


La primera recuerda que la codificación del derecho era un procedimiento imaginado y propuesto a partir del siglo XVIII para poner fin a la extrema fragmentación de las fuentes jurídicas que reflejaba, a su vez, la disgregación territorial y social del viejo mundo. La segunda muestra que tal estrategia venció rápidamente: en 1794 en Prusia, en 1804 en Francia, en 1811 en Austria fueron sancionados, mostrados así, los primeros códigos civiles, es decir compilaciones sistemáticas y tendencialmente exclusivas, por ello unificadoras, de reglas iusprivatísticas. La última revela finalmente que pocas semanas antes de la publicación de nuestro pamphlet un insigne colega de Savigny, es decir Anton Friedrich Justus Thibaut (1772-1840), que enseñaba derecho romano (es decir derecho civil vigente) en Heidelberg, había propuesto unificar el derecho civil en los territorios alemanes elaborando un código común para ellos. En su libelo Savigny le respondía precisamente a él, y haciéndolo osaba oponerse a la corriente que dominaba continente, con el intento de bloquear lo que él consideraba una trágica deriva. Lo hizo con señorío, cuidando no alzar la voz, pero al mismo tiempo sin ser equívoco. En efecto no se contentó con analizar los tres códigos antes apuntados y denunciar sin piedad sus errores y límites. Fue decididamente más allá, la suya fue una verdadera y auténtica ruptura. Fulminaba la estrategia codificadora en cuanto tal, sin tener en cuenta por ello las posibles soluciones, sin valorar el contenido concreto de los singulares códigos. En pocas palabras: ningún código le habría convencido, ninguno le habría sustraído una adhesión. 


Lo excepcionalmente rotundo de esta condena ha estimulado desde siempre tanto la fantasía de los lectores, como la curiosidad de los críticos. Con frecuencia la han considerado hostil, unilateral, excesiva cuando no hábil impulso reaccionario, dirigido a la defensa a ultranza del orden estamental, de los singulares privilegios feudales, de un propio proyecto científico, entre otras cosas. Por mi parte, siempre he creído –y lo creo todavía– que el rechazo de Savigny derivaba de su teoría del conocimiento, caracterizada por la primacía de la historia. Para ella el presente estaba ligado tan indisolublemente al pasado, que solo podía leerse remontándose a las raíces. Como por siglos habían practicado precisamente los juristas, que en ese ininterrumpido juego entre las fuentes del derecho romano clásico y el presente intentaban verificar la consistencia del derecho vigente. El código se alimentaba por el contrario de una gnoseología no solo decididamente ‘otra’, sino también más ruda. Hijo de un estatalismo desenfrenado, al entrar en vigor rescindía todo ligamen con el pasado. Para conocer el derecho vigente bastaba consultarlo. Dicho de otra manera: interrumpía el flujo magmático entre pasado y presente que para Savigny era literalmente vital. ¿Cómo no comprender entonces la radicalidad de su reacción?


Todo esto explica muchas cosas, tanto importantes como marginales, también por ejemplo porqué yo haya entrado en el mundo de Savigny para estudiar sus obras y después me haya salido furtivamente con la codificación bajo el brazo. Lo que, dicho entre nosotros y con toda modestia, no me parece una mala elección. Y menos a 50 años de distancia. Es verdad que Savigny, porque se sintió personalmente amenazado, la analizó más fríamente que otros y la describe menos superficialmente que sus numerosos simpatizantes. No ha de maravillar así el hecho de que su definición haya atravesado indemne todo el siglo XIX. Precisamente por ello no veo ninguna contradicción entre mi inicial interés por Savigny y las numerosas investigaciones desarrolladas posteriormente sobre la historia de las codificaciones. Más bien veo en el primer ideal la premisa de las segundas.


Sea como sea, desde entonces estas investigaciones se han convertido en algo cotidiano, mi propia palestra, si se quiere, o –como resumían maliciosamente mis estudiantes– “el hueso de calamar, al que recurre cotidianamente nuestro profesor para afilar el pico”. Lo que no me ha impedido ocuparme de otras muchas cosas y de escribirlas: de historia del derecho privado y de los bienes comunes, de derechos reales y del registro de la propiedad, de teoría de la interpretación y de neopandectismo, interpelando así distintos grupos de lectores. Pero también es verdad, que con frecuencia todo ello sucedía en un contexto mucho o poco surcado por cuestiones relacionadas con la codificación. Siendo así, con el pasar de los años llovían preguntas más curiosas que realmente complicadas. Por ejemplo la del colega que deseaba saber si no me aburría la constancia del tema; o si no había terminado ya de drenar el pantano de la codificación. Hasta aquella, medio en broma, de un colaborador deseoso de saber si todas estas cosas no las habría inventado yo para reanimar la discusión, imitando a los abogados de antes, su estudiadísimo modo de soplar sobre las brasas para reavivar el fuego de una disputa, que estaba apagándose peligrosamente. Preguntas, todas ellas, que –sonriendo– yo evadía aludiendo a la vastedad del tema, a la urgencia de corregir algunas opiniones tradicionales o de profundizar en otras, como también al deseo –genérico, pero no por ello solo esporádico– de siempre mirar más allá. Habría podido frenar la amigable insistencia de todos estos interlocutores cortando por lo sano y afirmando:
el universo codificador me recuerda a esas viejas atlas, en las que las zonas inexploradas de un país estaban señaladas con la frase: hic sunt leones. No intentaba intimidar al lector sino estimular la curiosidad, animarle a aventurarse (al menos, por el momento, con la fantasía) en territorios que el cartógrafo no había explorado jamás o de los cuales fue apartado de mala manera. Así también nosotros, trazando la historia de la codificación, no podemos contentarnos con frecuentar y describir las aglomeraciones habitadas; antes o después es bueno salir de ellas, recorrer también las periferias, explorar las landas incultas y, si fuese necesario, hacer frente también a los leones. Dejando aparte la metáfora: ¡que no nos bloquee, y menos razonando sobre este tema específico, el temor de alejarnos de casa, es decir de poner en discusión verdades demasiado rápidamente canonizadas!
Todas estas cosas, por otro lado evidentes, las puedo rebatir con quien me interroga, y así cerrar el discurso. Pero a vosotros, que me escucháis pacientemente, debo ofrecer algo más, debo mostrar que también es posible progresar concretamente en el conocimiento de este importante capítulo de la historia jurídica moderna. Y lo hago distinguiendo los tres momentos que hasta ahora han articulado mis investigaciones, y con frecuencia no solo las mías.

2.

Una primera historia describe el itinerario codificador ideal, desde las intuiciones teóricas iniciales a la sanción regia o parlamentaria de proyectos concretos. Es por definición una historia programática y triunfante, que por lo general enmascara implícitamente las razones de los vencidos, es decir de los que se oponen a la empresa o piden en vano una realización distinta. Estudia las intuiciones del humanismo jurídico, el furor ordenador del iusnaturalismo, como también el rígido monismo legislativo profesado por la ilustración jurídica. Se entretiene después con los numerosos intentos habidos en el siglo XVIII, que generalmente quedan en eso ya que el contexto social y político no reclamaba todavía esa unificación de las reglas jurídicas que constituía el objetivo último de toda estrategia codificadora. No se esconde que muchos de estos intentos remiten emblemáticamente a la política de los soberanos ilustrados, sobre todo al constante deseo de reformar las reglas tanto iusprivatistas (para poner fin a ese endémico desorden de las fuentes, típico del sistema del derecho común, que Beccaria había grabado a fuego dirigiéndose inicialmente al lector en su célebre pamphlet de 1764) como iuspenalísticas, y en este caso para remover la ocasional desproporción entre delito y pena, ya que provocaba castigos inmerecidos, cuando no favorecía la ineficacia de la represión. Nos llena de justificado orgullo recordar la solicitud con la cual también el augusto soberano Carlos III, en cuyo recuerdo ha sido querida y fundada esta Universidad, se adhirió a invitaciones y súplicas que le venían tanto del cuerpo de la magistratura como de las universidades y propició la preparación de proyectos, extractos y planes, que solo más tarde, una vez actuadas las oportunas reformas políticas, dieron frutos copiosos.
La parte más importante –y también más conocida– de esta primera historia es la última, porque preludia una nueva época de la historia jurídica europea, la de los códigos verdaderamente realizados. Que ahora llegaron en oleadas, una tras otra. De entrada, todavía a caballo entre el siglo XVIII y el XIX, los tres códigos civiles antes citados, prusiano, francés y austriaco. Después la oleada del siglo XIX, con una larga serie de códigos de estados europeos e iberoamericanos. Para terminar con una tercera oleada, la de los grandes códigos nacionales: el italiano (1865), el español (1889), el alemán (1900) y el suizo (1912). Y así sucesivamente, me siento tentado a decir, frente a algunas previsiones poco confiables, que habían presagiado un tiempo de la descodificación, la estrategia codificadora todavía ‘rige’, al menos en apariencia. Lo prueba la existencia de códigos recientes y recientísimos (el último cronológicamente es el húngaro de 2014), que revalidan la constante vitalidad de esta estrategia.
Esta primera historia, que se enriquece siempre con nuevos capítulos, ya que ni los estados ni las naciones se cansan de actualizar sus códigos, como tampoco de sustituir viejos códigos por otros nuevos, es generalmente lineal y previsible. Describe generalmente el desarrollo de un itinerario a partir de la elaboración de un proyecto, de su con frecuencia controvertida formulación y del examen parlamentario hasta el término final, es decir la sanción regia o la aprobación parlamentaria, gracias a las cuales el código se convierte en derecho positivo, es decir vinculante. Para el juez, como también para los destinatarios. Pero es igualmente satisfaciente, ya que siempre resulta vencedora: muestra en efecto como lentamente emerge y progresivamente se afirma un verdadero y auténtico monumento jurídico. No por casualidad, durante mucho tiempo esta primera historia se denominó “externa”: privilegiaba en efecto el aspecto jurídico y autorreferencial de la narración, prefería la documentación oficial (también por la facilidad de su uso), veía en la entrada en vigor del código la fecha del gran cambio o si se quiere la conclusión triunfante. Por este motivo nadie puede maravillarse de que los historiadores del derecho la hallan explotado casi exclusivamente durante mucho tiempo, la hallan defendido, como si fuese un coto de caza para ellos.
Esta es la historia de la codificación que dominó por mucho tiempo en nuestros manuales: completamente jurídica, técnica, previsible, árida. Y es también aquella en la que hace cincuenta años, al comienzo de mis exploraciones, me enfrenté. Obviamente al comienzo la compartí. Pero con el pasar de los años creció mi fastidio. No me desagradaba la narración en sí, que consideraba y considero todavía razonable si se reduce al nervio, es decir circunscrita a la pura cronología. Me molestaba por el contrario su intento de catalizar impropiamente la atención del lector, en realidad de usurparla, presentando el último código aprobado como él único e indiscutible protagonista de la historia, sobre todo por el momento, en el que se transmitía a la sociedad un texto blindado, por ello inmodificable y definitivo. Ante el cual la sociedad debía alinearse, es decir obedecer.

3.

Más tarde del fastidio nació la certeza de que junto a esta primera historia podía pensarse otra. Correspondía precisamente al código cerrar la primera e inaugurar una segunda, en todo y por todo ‘otra’. Ya que recuperaba una distinción que el derecho consuetudinario nunca había olvidado, la existente entre una ley formalmente en vigor y una ley no solo vigente sino también realmente compartida, concretamente aplicada. Tomándola en serio, esta distinción permitía entender cosas importantes: por ejemplo que todo cuanto sucede en el denominado después del código, es decir en el periodo que inicia con la entrada en vigor del código, no es ni claramente previsible, ni seguro. No es por ello comparable a la actividad de un ejecutor testamentario, razón por la que sería impensable deducirlo del texto, como por el contrario hacían los juristas antes recordados. Bastaría reflexionar sobre la estructura de los códigos burgueses para convencerse: por su naturaleza abstractos y programáticos, con frecuencia incluso (solo) visionarios, circunscriben áreas y liberan espacios, que tocará a los destinatarios disfrutar como sugerirá (o permitirá) su autonomía privada. A veces confirmando las previsiones del legislador (que nunca es un inexperto y menos aún un indiferente), otras veces no teniéndolas en cuenta. Ya por este motivo debe admitirse que el significado concreto de las normas del código no está anticipado por las palabras, sino que por mucho tiempo resulta una incógnita, se encuentra finalmente en su activación. Ocuparse, describirla, hablar de la implementación del código, mostrar cómo ha entrado en la sociedad, que lo había inicialmente reivindicado, y que ha provocado de verdad: esta es la tarea de la segunda historia, de la que en alemán con una expresión muy precisa pero por desgracia intraducible se llama Wirkungsgeschichte.
Quien no se contente con tomar nota de la contemporánea presencia de estas dos historias sino que desee razonar sobre su mutua relación, notará rápidamente al menos dos diferencias:
- así como la primera historia nos aparece concluida, como muy tarde con la sanción regia (o con la aprobación parlamentaria) del proyecto, así resulta abierta la segunda. Al indagar sobre un código todavía en vigor se desafía el tiempo, en realidad lo sobrepasa, llega hasta mí que precisamente en este momento estoy pensando en él, me aborda, me implica, me interpela personalmente, espera de mí respuestas concretas. Mientras la primera historia puede dejarme indiferente y frío, esta segunda se quiera o no me enrola;
- así como la primera resulta accesible y manejable, así de difícilmente capturable e impenetrable resulta la segunda. La primera se ahoga en la riqueza de la documentación, no solo de la oficial, la segunda sufre por conseguir los datos y las respuestas con las cuales formular sus razonamientos. Porque si resulta fácil documentar el iter de un proyecto, resulta técnicamente difícil verificar tanto el real significado como la efectiva aplicación de una regla jurídica. La tan vituperada Edad Media había ingeniado procedimientos sofisticadísimos para conocer el estado de salud del derecho consuetudinario. Ordenaban una inquisitio per turbam, la presencia de coutumiers, notarios y prud’hommes en el colegio que juzgaba, el interrogatorio de statutarii por parte del tribunal y otros expedientes, todos procedimientos que los códigos obviamente no retomaron. Porque ellos aclaraban lo que era el derecho vigente, y lo hacían de manera exclusiva y vinculante. Precisaron, con rigor cronométrico, la fecha de la entrada en vigor. Pero de un vigor, como sabemos bien, virtual y abstracto, es decir de una teórica aplicación, que no puede confundirse con una eficaz, concreta aplicación. Como sí viene certificada por las sentencias de los tribunales, por las alegaciones de los abogados, por las pericias de los profesores, por los usos contractuales nacidos gracias a la autonomía negocial, pero siempre y solo en casos concretos, e incluso excepcionales. Razón por la que me veo obligado a hablar de puntillismo jurídico, queriendo así subrayar la casualidad y la fragmentación de las informaciones. Siendo así las cosas, nadie se maravilla si hoy en día todos finalmente reconocen la urgencia de esta segunda historia, pero bien pocos tienen después el coraje de ocuparse de ella.

4.

Por mucho tiempo me he tenido que contentar con este esquema, aunque no me satisfacía. Ya que se asemejaba más a un cúmulo de noticias fragmentarias y referidas a un caso que una visión orgánica. Me desorientaba incluso cuando indagaba sobre la relación entre las dos historias, sobre todo cuando quería saber si la segunda anulaba a la primera, o si por el contrario estaban unidas como si de vasos comunicantes se tratase. Pero ahora he descubierto que todo ello se puede aclarar quizás definitivamente afirmando que, como tantas otras cosas, también el código es un mensaje, y ateniéndose a sus consecuencias. Con ello abordo el tercer momento, el conclusivo de este itinerario mío.
Si (también) el código es un mensaje, viajar es su vocación, trasladarse es su destino. Como no sirve una carta que el remitente, después de haberla escrito, abandona en un cajón, tampoco sirve el código si queda en manos del legislador. Su verdadera historia inicia cuando lo recibe su destinatario, que es la sociedad. A partir de ese momento deja de ser el protagonista de nuestra historia, lo es la sociedad. La sociedad que lee, interpreta, aplica, da un sentido al mensaje. Precisamente como se afirma desde siempre: ubi societas, ibi ius. A quien desee conocer el destino del código, una vez entregado al destinatario, podemos sugerir de entrada una alternativa:
- o la sociedad se somete al código, lo obedece y se organiza según sus reglas, como tienden a creer los historiadores del derecho, que ante la duda, y por antigua inclinación, amplifican su papel social;
- o la sociedad no se inclina ante el texto, más bien se apropia de él, lo retoca como le resulta cómodo, como le sirve, de manera que al final el código dirá lo que quiera la sociedad, como tienden a pensar los historiadores de la sociedad, que notoriamente están menos tentados a sobrevalorar el valor social del derecho.
En realidad esta alternativa es puramente virtual, por no decir imaginaria. Porque el valor concreto que un código asume en una sociedad histórica no depende ni de opciones reguladores, ni del cálculo de probabilidades. Para verificarlo será necesario tener en cuenta cómo interactúan dos factores en conflicto, es decir
- la presión provocada por la conflictividad social, que tiende a permitir a quien prevalece en la lucha por el poder calibrar el impacto del código, es decir interpretarlo, corregirlo o integrar normas singulares como reclaman, quieren o pretenden sus programas, los económicos in primis, pero no exclusivamente;
- pero también del hecho que un código generalmente no es portador de simples exhortaciones, ruegos o súplicas, sino de un programa que tendencialmente obliga a todo destinatario a alinearse y es entonces solo en mínima parte facultativo. De lo que se deduce que quien ve en el código un mensaje no abdica preliminarmente a favor de las formaciones sociales poco a poco emergentes o vencedoras, de las clases hegemónicas. No celebra el derecho de repudiar ad libitum las decisiones del legislador. Recuerda más bien la urgencia de reconocer límites objetivos a la interpretación, para no desmantelar el estado de derecho. Como por otro lado reclaman todas las garantías decimonónicas, de las que se nutre la confianza de los ciudadanos en la fuerza vinculante del código.
Si también estos razonamientos míos, este modo distinto de leer y narrar la historia del código os parece razonable, quizá hasta os convence, tal vez al final os pregunteis igualmente: cui prodit, ¿a quién sirve? ¿Qué cambian en sustancia razonar así? ¿Vale la pena? Tomo en serio estas preguntas, por ello antes de concluir intento evocar algunas consecuencias de esta propuesta mía, dejándoos la valoración final.
Pienso en primer lugar en muchas investigaciones de estos últimos decenios, que han ampliado provechosamente nuestra percepción del fenómeno codificador. Durante años con mucha fatiga
- hemos, por ejemplo, descubierto y analizado sus remotas o próximas raíces culturales, poco a poco hemos razonado sobre descubrimientos de algunos humanistas, sobre todo franceses; sobre la importancia del modelo iusnaturalista y iusracionalista, con particular atención al de procedencia alemana; o, para terminar, sobre el alcance de las prefiguraciones ilustradas, diseminadas por todo el continente, desde la España de Carlos III a la Rusia de Catalina la Grande;
- hemos verificado el peso de las herencias históricas en los códigos concretos (aunque otros dirán de las inevitables recuperaciones). De las que revalidan la fuerza de la inoxidable contribución romanística, de la tradición consuetudinaria-popular (llamada a veces germanística) y finalmente de la, con frecuencia infravalorada, ascendencia canonística;
- hemos descubierto y subrayado la importancia del entramado lógico-sistemático de los códigos, tan novedoso y sobre todo rico, ya que permite al intérprete buscar significados en el orden formal subyacente al código;
- y finalmente (pero es obvio que podría continuar) nos hemos acercado a los códigos escogiendo una perspectiva crítica (iuspolítica), destinada a poner en evidencia lagunas o unilateralidades del texto, es decir a denunciar el peligro de una empleo poco conforme al proyecto del legislador.
Como veis hablo con mucho respeto de estas investigaciones, también porque algunos autores siempre han sido amigos. Todas parten de una premisa común. Considera el texto del código, tal y como fue promulgado por el parlamento y entró en vigor, no solo definitivo e intocable, sino además como realidad ya lograda. Precisamente por este motivo hoy, al menos en parte, disiento. A mí, que ahora observo desde otro ángulo y traslado por eso el objetivo, poniendo el punto sobre el después del código; a mí que haciéndolo no me detengo (ya) en el límite, sino que voy más allá y permito así al código partir, como reclama su naturaleza de mensaje; me parece a veces que los autores de estas investigaciones se han contentado con las palabras del texto, se adhieren desesperadamente a él porque lo consideran realidad operativa. Como si no tuviesen tiempo para preguntarse sobre su destino, para esperar, para acompañarle en su propio periplo social. Por este motivo muchas de estas investigaciones, en ocasiones precisamente las más precisas y eruditas, me parecen lejanas de la realidad social, en la cual también el derecho del pasado estaba inevitablemente inmerso, por ello teóricas, especulativas, virtuales, cuando no imaginarias. Deben ser redimensionadas, quizás también desdramatizadas. Responden a preguntas que ya no son las nuestras. Tal vez ha llegado el momento de destronar al código, porque el trono lo obstaculiza, lo paraliza. Y de dejarlo partir finalmente.
En otros ámbitos la elección es todavía más gratificante. Lo que significa: ver en el código un mensaje nos permite analizar más a fondo y explicar completamente situaciones que la historiografía hasta ahora había afrontado de manera distraída y con resultados discutibles.
Me induce de entrada a revalorar todos esos códigos que la historia tradicional mira de arriba abajo, incluso desprecia, solo porque se alejan algo o mucho del modelo generalmente tenido como canónico. Cuando por ejemplo renuncian a la exclusividad, confirman el papel subsidiario del derecho común, o se aplican de manera subsidiaria. Quien cree que el código es un mensaje no estigmatiza estas singularidades, no las considera lagunas, retrasos, reticencias. Ve más bien en todo esto respuestas concretas, señales preciosas, pues abren una ventana sobre una realidad histórica visiblemente ‘otra’. Si en vez de minusvalorarlas, como hacemos casi siempre, las estudiamos, descubriremos la causa de las citadas ‘imperfecciones’ y así podremos recuperar los códigos injustamente descalificados.
También me permite explicar con mayor naturalidad los numerosos casos en los cuales códigos nacidos en un país fueron después ‘exportados’ a otros, como documenta la vigencia del Code civil francés de 1804 en territorios europeos e iberoamericanos. Aquí nos encontramos no tanto con ‘recepciones’, como hemos considerado durante mucho tiempo (buscando por ello las razones y la fuerza en el remitente), cuanto con mensajes que el destinatario en todo caso valoró y recibió como podía, como le servía o como le convenía. A veces imitando torpemente el modelo, otras veces incluso superándolo. Como muestra por ejemplo la historia del código civil chileno de 1855 que hizo sombra al modelo francés. 
Y finalmente no dudo que solo quien supera las palabras del texto, intenta liberarse de su museística estaticidad y no desdeña sumergirse en el después del código, para verificar el significado que estas asumirán poco a poco en el tiempo, antes o después advertirá que con frecuencia grandes cambios no tuvieron necesidad de la intervención explícita del legislador. No siempre fue necesario molestarlo, a veces bastó con sugerir a las palabras nuevos significados, no raramente los que la sociedad (o quien por ella, como se ve) poco a poco reclamaba.

5.

Me conformo con estos ejemplos. Confirman, así al menos me parece, que también esta última etapa de mi largo itinerario merece ser tomada en serio, como las otras. Ha comenzado hace muchos años marcado por el código como protagonista indiscutible, se concluye ahora invirtiendo la situación, es decir poniendo en el centro de la atención la sociedad que codifica. Me toca preguntarme sobre las razones que en el curso de los años me han llevado a ver nuevas cosas, aunque siempre mirando en la misma dirección. Algunas son internas al discurso codificador, reflejan su lógica. Otras por el contrario remiten a factores externos. Recuerdo rápidamente dos. La primera interpela al registro, la otra a mis orígenes suizos.
Comenzamos por el registro, que tampoco en este caso traiciona. No quiero y no puedo olvidar que tantos años dedicados en primer lugar a recoger, clasificar, comparar códigos de distintos países; después a servirme de los datos así obtenidos para seleccionar y construir clasificaciones, distribuir premios y firmar condenas, han atenuado lentamente mi frenesí inicial y, en compensación, han reforzado el temor de que toda esta documentación acumulada en el tiempo nos paralice y enmudezca. Haga de nosotros, de manera inadvertida, diligentes archiveros, habilísimos e incansables en poner orden, pero del todo incapaces de profundizar. Si fuese así, sea entonces bienvenido el disenso provocado por un cierto empacho: ya que alimenta saludablemente la sospecha de que muchas palabras deslumbran y, al hacerlo, ocultan cosas. Creo que en cierto sentido debemos liberarnos, emanciparnos, sin por otro lado ignorarlas. Por ejemplo transcendiéndolas, ambientándolas, rodeándolas de un nuevo contexto y, de esta manera, cambiando improvisamente los lentes, con los cuales leerlas y explicarlas. Es precisamente lo que he intentado hacer al proponer ver en el código nada más que un mensaje. Esta elección me ha permitido bajar a algunos códigos de su pedestal y recuperar otros de su limbo. En el fondo era una manera como otra de reabrir la discusión, para no contentarnos con recitar siempre, y cada vez de manera más mecánica, las mismas oraciones.
Si el registro me ha ayudado, no lo ha hecho solo, sino ayudado por la historia de mi país, notoriamente constelada de irregularidades. Entre las cuales emerge una crónica desconfianza hacia los juristas, los suizos presintieron enseguida sus pretensiones hegemónicas y por ello los marginaron durante mucho tiempo. Faltó por ello la profesionalización de la práctica jurídica que en otros lugares modificó la vida del derecho, ya que lo convirtió en ocupación exclusiva del sector de los juristas, el derecho en Suiza permaneció por mucho tiempo, y hasta bien avanzado el siglo XIX, consuetudinario y popular, es decir una experiencia laica y republicana, en el sentido todavía literal de la expresión. Lo que significa: aún no sometida a (obscurecida por) la elaboración científica y sus temidísimas subtilitates, aún no absorbida por la autorreferencialidad de los dogmas, aún no reducida a la abstracción. Pero podría también decir: una experiencia que en compensación se ofrece al historiador carente de velos, alusiones o referencias. Si bien es indudablemente verdadero que con el tiempo la ciencia jurídica se ha afirmado también entre nosotros y sabe dialogar hábilmente con la de otros países. Pero algo de esta antigua desconfianza permanece y acompaña al historiador también cuando se enfrenta al fenómeno de la codificación. Descubre entonces que la vida concreta de los códigos, su cotidianidad, no se desarrolla en la cabeza de los juristas, no se refugia en sus libros, ni mucho menos es el resultado mecánico de los textos canónicos y de la lógica que contienen. Surge más bien del choque de sus reglas con la vida pulsante de la sociedad, donde conflicto y consenso se encuentran y se enfrentan cotidianamente, o dicho de otra manera se cruzan. Razón por la que, podría concluir así, precisamente la historia jurídica de mi país, tan poco ‘sapiencial’ y tan manifiestamente pegada al terreno, me ha empujado a entrever en el código un mensaje, esto es a ajustar el objetivo para recuperar la vida.
Me paro aquí prudentemente, porque también vuestra paciencia (lo sé) tiene un límite. Diciendo para terminar que esta propuesta mía no nos obliga a reescribir la tradicional historia de las codificaciones. Puede conservarse a cambio de redimensionarla. Nos empuja más bien a no contentarnos con ella, a segar finalmente también la hierba de otro prado, el de la real, efectiva y documentable vida del código, de la cual por mucho tiempo ni nos habíamos acordado. Sobre ella, ya lo he dicho, se ha hecho relativamente poco hasta ahora. Y ese poco ha quedado casi escondido, quizás por el miedo a desacreditar voces hasta ahora predominantes o a herir viejas susceptibilidades. Por ello urge un cambio de ruta, urgen nuevas investigaciones, que hoy quisiera explícitamente propiciar. No nos desvelarán, ni siquiera ellas, el pasado, el verdadero, objetivo, indiscutible, que permanecerá siempre como una ciudadela inexpugnable e inconquistable, un eterno espejismo. Pero en compensación nos dirán algo sobre nosotros, sobre lo que vemos en el pasado y sobre cómo lo hacemos refluir en el presente, también en nuestro trabajo cotidiano de juristas, que es la ambición primigenia de nuestra disciplina histórica. Me place pensar que tributándome este honor, acogiéndome con gran generosidad entre sus miembros, la Facultad de ciencias sociales y jurídicas haya querido en primer lugar confirmar la centralidad de esta disciplina, la esencialidad de una mirada, de esta mirada atrás, tan urgente para moderar nuestra ocasional soberbia y para combatir la atrofia que produciría. Me colma de alegría observarlo y poder concluir así, es decir serenamente. Gracias.

BIBLIOGRAFÍA

Si esta bibliografía se propusiera cubrir fielmente todas las historias encuadradas en mi tour d’horizon y lo hiciese para cada país investigado por mi frenesí codificador, rellenaría docenas de páginas, pero el destinatario de este escrito precisamente por este motivo no la tendría en cuenta. Para evitar la contrariedad, las limitadas indicaciones que siguen se contentan con mucho menos. Ofrecen solo las obras que durante la escritura de mi texto –quizás casualmente, pero nunca intempestivamente– dominaron sobre mi mesa de trabajo, imponiéndose así con fatiga al desorden imperante. Lo cual explica tanto una cierta accidentalidad, como (quizás) la contenida utilidad. Indicaciones bibliográficas más completas y equilibradas están de todas maneras en las notas de mis escritos aquí citados.

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