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Un caos que funciona

Alguien que me conoce bien me prometió que no iba a tardar en enamorarme de este cálido país. Motivos hay muchos: su cultura, su comida, sus encantadores pueblitos y paisajes y sus serviciales y simpáticas gentes. Después de seis meses viviendo aquí, he de darle la razón porque México es fascinante mire por donde se mire. De hecho, seré yo quien a partir de ahora insista en que merece la pena cruzar el charco y venir a conocerlo. Si al lector le gustan los contrastes, que no se lo piense más: México es su destino. El DF en concreto, que es donde yo he vivido, lo resumo con una frase que tomo prestada de mi hermana mejicana Diana Jiménez: “La Ciudad de México es un caos, pero un caos que funciona”, me aseguró aquel lejano 28 de julio en que, por primera vez, pisé suelo mejicano. Luego añadió: “te acostumbrarás, Sara”. Y vaya que si me he acostumbrado; no ha pasado un día sin que no lo recuerde con nostalgia. 


      Fue la familia de Diana quien, gracias a su generosidad, hizo posible que, en primera instancia, llegara a adaptarme al estilo de vida defeño. Me acogió como a una hija más en su casa y me brindó valiosos consejos para aprender a moverme en esta inabarcable megápolis. De nada sirve hacerse el aventado al principio porque todos los europeos requerimos de buenos consejos mientras experimentamos nuestro particular proceso de adaptación. En mi caso, me siento afortunada de poder apreciarlo, con la perspectiva del tiempo, ni especialmente largo ni especialmente complejo debido a que pude comunicarme efectivamente en mi propia lengua. La incertidumbre y miedos iniciales se me quitaron hablando, escuchando y observando. Por eso es que el idioma es una clara ventaja que tenemos los españoles frente al resto de europeos.


      Desde mi propia experiencia, considero que el primer paso a dar para aclimatarse al DF consiste en librarse de los prejuicios. Conviene saber  que vivir otra realidad implica abandonar la comodidad de lo que resulta familiar. Es cierto que hay aspectos que, nosotros, los gapuchines (así nos llaman despectivamente a los españoles) no podemos ocultar. Nuestras facciones afiladas, nuestra tez  clarita (güera, en términos mejicanos) y el acento español inmediatamente nos delatan. Además, hay otra clase de aspectos que inexorables durante las dos primeras semanas. Uno es el jet lag, que nos convierte en zombies los primeros días y el otro es el archiconocido mal de Moctezuma, que nos obliga a frecuentar el lavabo más de lo que quisiéramos dado que nuestros debiluchos estómagos europeos no asimilan bien la comida picante. A los asturianos les adelanto que es conveniente que contemplen los factores mar y altitud porque la Ciudad de México está a cuatro horas en coche de la costa más cercana y a 2250 metros de altitud.  Ante esto, lamentablemente, poco podemos hacer. Sin embargo, está probado que hay situaciones indeseables que podemos prevenir enfrentando el día a día con una actitud abierta y confiada, lo que no debe confundirse con una actitud imprudente. De hecho, resulta más imprudente ir por la calle pensando en que nos van a asaltar en cualquier esquina que ir aparentemente seguro, despreocupado. Obviamente, es necesario escuchar y tomar nota de las recomendaciones de los lugareños en cuanto a la seguridad pues existen en el DF zonas peligrosas como mercados y lugares aislados o mal iluminados donde abundan los rateros. También hay niños con cara de angelitos entrenados para robar, al igual que no faltan hombres dispuestos a acosar a las mujeres en los transportes públicos… Pero ¿quién se sorprende por esto? En todas las grandes ciudades la exposición a estas contingencias es notablemente mayor ¿no? Concedo que el grado de violencia de México no es comparable con el de España así es que el quid de la cuestión radica en estar un poco más alerta de lo normal, en no pecar de ingenuo y en  aplicar el famoso dicho que reza “donde fueres haz lo que vieres”. Este es el primero y el más importante de los aprendizajes. 


La locura del DF


Desplazarse de un lugar a otro en el DF es una auténtica locura. Representa un deporte de alto riesgo susceptible de afectar a la integridad física y psíquica del individuo que se lo proponga. Pone a prueba tanto los reflejos como la paciencia. Me serviré de tres motivos para argumentar esta afirmación. 


En primer lugar, si la intención del sujeto es moverse en transporte público, que se prepare para verse rodeado de mucha gente. Y cuando digo mucha me refiero a una cantidad ingente. Las aglomeraciones son tan densas que entrar o salir del metrobús (autobús urbano) y del metro en hora punta es toda una batalla para la que hay que mentalizarse. Y no importa lo astutos que nos creamos a la hora de escoger estratégicamente el vagón en el que nos metemos o la estación en la que nos bajamos para evitar el gentío, ya que siempre siempre confluiremos con hordas de gente que han calibrado las mismas opciones. En segundo lugar, por si la animación no fuera suficiente en los transportes públicos, el metro es territorio de los excéntricos vagoneros. Se trata de un selecto grupo de expertos charlatanes especializados en vender cualquier objeto útil o inútil a un módico precio: “Diez pesos le vale, diez pesos le cuesta, señorita. Ese detalle para el niño, para la niña. Se lo puede llevar por diez pesitos, mire. Cómprele”. Es curioso ver cómo si coinciden más de uno en el metro, se ponen de acuerdo para no hablar a la vez y respetarse el discurso. La red de vendedores está coordinada y organizada, lo que deja al potencial cliente- o sea los usuarios del metro-sin escapatoria.  Por último, si tenemos la suerte de estar tan cerca de nuestro destino que podemos ir caminando,   ¡ojo al tráfico! Pronto descubrirá que las señales no se respetan y que los límites de velocidad son meras sugerencias. De ahí que los elevados topes funjan como únicos limitantes. Insisto en ello. Es vital que el visitante se conciencie cuanto antes de que el peatón jamás tiene la prioridad. Es decir, los semáforos en verde no son aval de nada, ni mucho menos los pasos de cebra. El coche siempre va a pasar antes así es que, si el peatón se lanza a la carretera, es bajo su propia responsabilidad. Probablemente lo único que conseguirá sea un bocinazo. En la carretera es un momento crítico para el que el mejicano, cuando dominado por el estrés, muda sus  modales en virtud de un iracundo ser impaciente y maleducado.


Sepa el lector que el DF está en constante cambio: los ejes viales invierten su sentido, hay obras por todos lados y se cierran las calles sin el menor aviso. Quizás es por esto que el GPS y los mapas en los móviles no han tenido tanto impacto como en el resto del mundo. Tampoco ayuda que la Ciudad de México claramente no sea territorio Telcel, la compañía telefónica más importante. Por ello, es muy habitual perderse y pedir indicaciones. No exagero al decir que sería un milagro que el diez por ciento de los que piden instrucciones llegan a su destino con esas señalizaciones. En esa eventualidad, el otro noventa por cierto es víctima de la tradición chilanga (chilango es el habitante del DF) de nunca decir que no. Antes de declararse ignorante, el defeño no duda en inventar una serie de complicadas indicaciones para llegar a la dirección por la que se le pregunta.  


Queda así justificado por qué, además de pesado, es peligroso moverse en el DF. Si alguien considera que no está dispuesto a pasar por ello, le recomiendo que opte por visitar un sitio menos poblado, un lugar donde pueda encontrar la paz que desee a condición, claro está, de quedarse sin las emocionantes experiencias que le ofrece el DF. Ejemplos de lugares tranquilos  son Oaxaca, la Huasteca Potosina, Chiapas o algún estado central como Querétaro, Guanajuato o Hidalgo. 

Lo que convierte a México en lindo y querido


Una vez superada la fase inicial de adaptación a las calles del DF, el siguiente gran paso del proceso de adaptación tiene que ver con el conocimiento de lo intrínsecamente mejicano. En realidad, esta fase estará siempre inconclusa al considerar que seis meses es muy poco tiempo para hacer generalizaciones. 


En mi opinión y siempre en base a mi experiencia, el mejicano es alguien muy franco y cordial. No es habitual que se dirija a su interlocutor de malas formas pues gusta de complacer a los demás. No obstante, ¡que no os engañen! Los españoles y, por extensión los europeos, tenemos distintas nociones de temporalidad. Hay que ser especialmente cautos en este asunto, pues la agradable plática del mejicano no se puede tomar al pie de la letra cuando se trata del tiempo. La relatividad es absoluta. Por poner un ejemplo, la expresión ahorita, que se usa de forma totalmente indiscriminada y que alienta una eventual situación que llega con retraso, puede referirse tanto a dentro de cinco minutos como a dentro de varias horas. Por esta convención, y no porque lo haga ex profeso para fastidiarnos, el mejicano suele ser impuntual. Así, ni los plazos para entregar documentación se cumplen, ni los eventos programados o las clases en la universidad empiezan a la hora. Por lo general, nadie se espera que el resto de personas acuda puntualmente a una cita, así es que  no hay problema si sufrimos un contratiempo que nos retrase. De esta forma, al igual que sucede con el tándem vehículo-peatón, el caos termina funcionando. No hay bronca, güey. México es para vivirlo sin prisa. Este es el segundo de los aprendizajes.


Cuando nos adaptamos a su ritmo caribeño, es muy fácil encontrar la armonía en el exterior y valorar así la buena vibra de los mejicanos. De otra forma, sumidos en las preocupaciones del día a día, no logramos percibirla. El mejicano auténtico es un enamorado de su país, conoce su historia e idolatra los símbolos nacionales. Además, es generoso en el conocimiento y no tarda en compartir todo lo que sabe. Entre los referentes más claros de la mexicanidad-obviando la bandera- destacan Frida Kalho y su marido Diego Rivera; el culto a la Virgen de Guadalupe, la celebración del Día de Muertos y la fiesta del día de la Independencia; están los mariachis y las rancheras, los alebrijes y las enormes piñatas de siete picos. Y también son fundamentales las raíces de México,  presentes no sólo en todas las manifestaciones coloniales sino también en la mezcla de lo colonial y lo indígena. Dos son las civilizaciones que han dejado una mayor impronta en el México contemporáneo: una es la azteca, cuyo mayor exponente es la descomunal Piedra del Sol que se exhibe en el Museo Nacional de Antropología, y la otra es la maya, representada icónicamente por Chichen Itzá,  una de las siete maravillas del mundo. En la lista de símbolos nacionales no pueden faltar las famosas canciones “México lindo y querido” y “Cielito lindo”, que el visitante escuchará por lo menos un par de veces durante su estancia.  Por mucho que quiera evitarlo, al visitante también le será difícil no probar algo de la gastronomía del lugar porque la tentación habita en cada esquina, en cada recóndito e inimaginable lugar de México. Ya sean compradas en la calle u ordenadas en un restaurante, se acostumbrará a las tortillas de maíz en todas sus variantes y con todo tipo de acompañamiento: enchiladas, chilaquiles, enfrijoladas, tacos, gorditas, huaraches, tortas, burritos, molotes, sincronizadas, tlayudas…Son formas de llamar a los distintos tipos de platillos tradicionales hechos fundamentalmente con masa de maíz más lo que le quieras  añadir. Enseguida verá que en su alimentación no faltará el pozole, el arroz, el mole, el frijol, el limón, el elote (mazorcas de maíz también llamadas esquites), el aguacate o el tamal. Por supuesto, toda la comida siempre estará bien condimentada porque sin nada les resulta insípida, así que el visitante tendrá que esmerarse en conocer y tolerar diferentes salsas y chiles, que con el tiempo y la experiencia, se terminará amando. Tras probar estos manjares, finalmente ha de atreverse con el rico tequila elaborado en Jalisco o, en su defecto, con un mezcal seco (otra bebida derivada del agave algo más fuerte que el tequila). En el caso de que estos licores le resultaran too much, puede optar por el pulque de sabores, las riquísimas chelas (cervezas), el ponche calentito cuando hace frío o- directamente- los jugos naturales y las frescas aguas de sabor. 


Al cabo de un tiempo en México, el visitante comprobará que no querrá marcharse. Más al contrario: querrá conocer más y seguir viviendo este caótico, a la par que singular, hermoso y diverso país. 

Sara Díaz Valdés.


Estudiante de intercambio en la UNAM de agosto de 2015 a enero de 2016