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D. Manuel Carrión Gutiérrez

Discurso del Sr. D. Manuel Carrión Gutiérrez

PALABRAS DE LLEGADA

Como el caballero azoriniano, una de tantas presencias sustantivas, aunque no carnales, que han tomado asiento en mis tertulias permanentes de solitario empedernido, dejo teñirse, desde el balcón de las despedidas, mi pañuelo de melancolía viendo el penacho de humo del último tren que atraviesa la llanura. A lo largo (y a lo corto) de más de treinta años me he empeñado, con otros muchos, en mantener acaudalado y expedito un sistema circulatorio de la información y de la cultura personalizadas, en nuestra sociedad que tuviera capacidad de alimentar espiritualmente a todos los ciudadanos. Dicho en más prosa: he sido bibliotecario del Cuerpo Facultativo. Mas lo confieso: mi último tren era el sueño de ser alguien en el mundo académico, de haber tenido alguna voz en el concierto de cuya afinación, ajuste, riqueza y pasión depende en tanta medida el porvenir de España. Y, al fin, he visto pasar este tren. Esto ha sido así, gracias a la comprensión afectuosa (acaso un punto ciega y devota) de amigos profesional y cordialmente cercanos, a los que agrupo en el nombre de Mercedes Caridad, y de dirigentes académicos, cuyos nombres bien caben en la amplitud intelectual y humana del Magnífico y Excmo. Sr.. D. Gregorio Peces Barba, Rector de esta Universidad ejemplar y afortunada. Todo ello en un ejercicio prolongado que no es sino manifestación de generosidades permanentes. Al manifestar este agradecimiento, no hago sólo profesión de bien nacido ni muestro la ingenuidad de quien se sabe sobrepasado por la dádiva, sino que abro también la ventana a un sentimiento de orgullo al verme en este estrado tan bien defendido de corazones y de inteligencia y acompañado de quien, como podéis suponer, más acostumbrado que yo a no dejarse deslumbrar por las lámparas frontales, tanto me honra al dejarse honrar conmigo

Me pregunto por qué he tenido tanta fortuna. En mis actividades más largas, la de bibliotecario y la de profesor, no me he desangrado al darme y he repartido bienes que se multiplican al ser compartidos. Tal como yo veo, pensándola, la vida, nos movemos desde una hora, la del alba, en que todo el paisaje es luz, hasta otra, la del ocaso, en que toda la luz es paisaje. En toda caso, de luz a luz: en un caso, luz de compañía, para descubrir la casa; en el otro, luz de acogida, para habitar en ella. Y entretanto, este camino, más entretenido y accidentado que largo que llamamos vivir, soportando en el nombre que tenemos la persona que somos, sin poder evitar las llamadas y las invitaciones a responder.

Sobre la pauta manriqueña de las tres vidas, creo en el hombre tridimensional. Parte, corona acaso, de la Naturaleza nos vemos implicados en la guerra de Eros y Thanatos, sin otra consolación quizá que la contemplación o el pensamiento de la universal armonía. Partícipes de una inteligencia inagotable que, por la sabiduría, la voluntad convierte en creadora, podemos ser arquitectos de la sociedad y de la historia. Dotados de secretas estancias donde resuenan profundas, que no lejanas, voces, tenemos la capacidad de poner casa en la luz y emprender navegaciones por lagunas silenciosas y mares encrespados. Así que siempre me ha parecido mucho lo que me dio la vida, he procurado contribuir a trazar y mantener los caminos por donde anduve y nunca he perdido el hilo de la conversación transcendente.

Vivo de cuanto me dieron otros. Fui niño en tiempos nublados por himnos y escopetas. Me formé sustancialmente en los años en que la Iglesia se convirtió en la universidad de los pobres a los que pertenezco. De su mano, además de perderme en los laberintos de la Escolástica y de aprender a bucear en la Biblia, para extraer la luz, descubríla perfección de Horacio, el sentimiento de Virgilio, la apasionada brillantez de Ovidio, la serena resignación de Lucrecio, la turbulencia de Séneca y aprendía enfrentarme con los poderosos con S. Juan Crisóstomo, a conminar a los ricos con Clemente de Alejandría y a despedirme pausadamente de la vida al atardecer, sin olvidar la deuda de un gallo a Esculapio, con Sócrates en el Fedón platónico.

He hallado siempre habitación y acogida en la palabra humana. Y lo encontré todo en los maestros y en los libros. Con ellos tuve ocupación y compañía en mi condición de profesor, de escritor y de bibliotecario. Si, por estar de camino, nunca tuve la pretensión de considerarme feliz, jamás me he sentido desgraciado.

En su Farsalia toma el español Lucano al vencido Pompeyo y lo lleva de su mano a pasear por las ruinas de una ciudad, también vencida, que se llamó Cartago y nos lo muestra conmovido, al encontrar que en ella "nullum sine nomine saxum". ¡Ojalá que, cuando pasen los años, los restos que dejemos no sean ruinas, sino testimonio, por tener, como las piedras de Cartago, nombre. Y con él, destino y consumación.

Así, como veis, mientras me despido, confiando la teologal a manos más seguras, os estoy convocando no a la melancolía, sino, cuando menos, a la esperanza humana. A ella os encomiendo y me encomiendo.