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D. Leopoldo de Luis

Discurso del Sr. D. Leopoldo de Luis

Excmo. Sr. Rector Magnífico, Excmos. Srs. Profesores, Señoras y Señores

Debo comenzar agradeciendo al Dr. Pascual sus generosas palabras que ojalá yo mereciera.

Varias circunstancias han concitado en torno a mí situaciones que me obligan a repetir aquello de Don Antonio Machado: que cuando se reciben honores y no se está muy seguro de merecerlos, se experimenta cierta zozobra, cierta inquietud. Si lo decía quien para mí es el más grande poeta de lengua española, qué tendría que decir yo, cuando mi único mérito es haber resistido muchos años el paso del tiempo.

Me honran ustedes mucho, quizá demasiado, con esta medalla emblema de la Universidad. Yo no llegué a ser universitario. El tajo sangriento del 36 me lo impidió y me lanzó como huésped de un tiempo sombrío.

Hubiera querido serlo. Mis grandes aficiones de adolescente fueron las Leyes y la Enseñanza. No entré en ellas. Sólo me queda el consuelo de que mi padre fue abogado y mi hijo es profesor. Yo soy un puente, el mérito lo tienen quien me antecede y quien me sigue.

No me dan ustedes una medalla: me dan un espejo. Por una cara se refleja todo lo que no soy. Por la otra, lo que son ustedes. Ustedes son la ciencia, la sabiduría, la cultura. Algo de eso hubiera querido yo ser. Pero sólo puedo ofrecer una modesta labor poética. ¿ Vale de algo ?.

Estoy persuadido de que en la sociedad actual la poesía se entiende como algo anacrónico. ¿ Qué tiene que hacer la pobre Erato en un mundo donde prevalecen los valores materiales ?.

Pertenezco a una generación que cambió un día la actitud del poeta frente a la poesía misma. Se abatieron las torres de marfil, se eludieron las delicuescencias narcisistas. Se procuró que la poesía bajara a la calle y tomase conciencia de una realidad colectiva. Alguien nos acusó de deteriorar la belleza, pero nos ateníamos a un aforismo de un gran maestro: Vicente Aleixandre hablaba de que hay épocas graves, de urgentes crisis, en las que se deben exigir al poeta los valores éticos más que los meramente estéticos. Surgió, quizá ingenuamente, una poesía en la que el poeta hace girar el eje de su comprensión más que hacia el yo, hacia el nosotros. Pensamos algunos que se equivocaba Sartre cuando eximía al poeta del exigible compromiso. Sartre estimaba que el poeta no utiliza el lenguaje como instrumento, tal que el prosista, sino para crear objetos, objetos bellos. Entre nosotros, alguno tituló precisamente así un libro: “ Objetos poéticos ”. Bien es verdad que Mallarmé había dicho que la poesía no se escribe con ideas, sino con palabras, frente a lo que cabe objetar que las palabras, se quiera o no, comportan ideas.

Con Camus aprendimos el mito de Sísifo. El poeta lo es. Y la poesía rebelde vacila entre lo irracional y lo racional: entre el sueño y la acción. Para Camus el poema nace del absurdo. Modestamente, yo diría que nace de la discordia. Discordia no es algo negativo, sino la discrepancia entre el corazón y la realidad. Hasta con frase popular se expresa: “Se le encogió el corazón”, ante una adversidad. Las emociones hacen más apretado el angor de la sístole. Me atrevería a decir: ¡Madre discordia, dános el poema!.

Entre marxismo y filosofía de la existencia, mi generación se situó a su modo frente a la poesía. Quizá con vacilaciones. Ya Marx, hablando de su amigo Heine, disculpaba las debilidades políticas de los poetas. Pero Heine, en 1844, había escrito ya su grave canto a los tejedores de Silesia.

Quisimos llevar la poesía cerca del dolor y de la injusticia. Porque toda gran poesía lleva implícita una moral. Alguno de nosotros la definió como un arma cargada de futuro, y lo es: no un fin en sí misma, sino un medio de comunicación; cargada porque algo va con ella; de futuro porque aspira a crear conciencia. Otro la consideró defensa del hombre. Y también lo es, al verla como un humanismo. No faltó quien pensó que la belleza, junto a los que sufren y esperan, puede ser un exhibicionismo cruel.

Desde otras tendencias se acusa, en cambio, a la poesía de ser escapista y enajenarse de la realidad. Nada más falso. Recuerdo aquella parábola del poeta Carl Sandburg. Un hombre que echaba de menos algo aunque no sabía qué. Un día llegó a su casa y encontró en el cestillo de costura de su mujer unas cuantas madejas de colores. Tomó varias hebras y las apretó en su mano. Cuando la abrió, salieron mariposas policromas que revolotearon por la estancia. El hombre las fue tomando una a una entre su índice y su pulgar y volvió a colocarlas en el hueco de su otra mano. Al abrirla por fin, allí estaban las hebras de colores. Parece una fabulación, pero eso es la poesía: una realidad, que en manos del poeta se transforma y embellece. Pero sigue siendo la realidad.

He pretendido poner la poesía junto a la vida. No sé si es propiamente vida, pero sé que es su compañera. Me resisto a que sea bella pero inútil. Entre la “ fermosa cobertura” del Marqués de Santillana, y el “cambiar el nombre cotidiano de las cosas” de D. José Ortega, yo me he permitido definirla como RESPIRAR POR LA HERIDA..

También la vida, al fin y al cabo, es una herida. Escribir poesía es una actividad humana, y toda actividad humana, para ser valiosa, debe ser, de alguna suerte, útil al hombre.

Con la poesía he atravesado períodos oscuros. En tiempos de coerción, el valor polisémico de la palabra poética llegó a ser una coartada para la busca de una expresión libre. No sé si caigo en la presunción ingenua de creer que cierta poesía fue coeficiente al propósito de abrir ventanas en el recinto de una sociedad menos alumbrada de lo deseable.

Algunos de aquellos poetas aparecieron luego en la nómina que el Profesor Peces-Barba cita como elementos eficaces en el entendimiento para el acceso de la Democracia. En el mismo libro, tan testimonial y aleccionador, el Profesor Peces-Barba alude a un poema que formaba parte de nuestros referentes: “ Eterna sombra”, de Miguel Hernández.

Uno de los últimos que escribió y que puede expresar el talante de aquella generación de la primera postguerra. Impresionantes versos anapésticos que abandonan su estirpe festiva para asumir la tragedia:

Yo que creí que la luz era mía
precipitado en la sombra me veo

Resalta el ilustre Profesor el final del poema, que lucha contra el fatalismo y la resignación:

Pero hay un rayo de sol en la lucha
que siempre deja la sombra vencida.

Me permito añadir que esa lección del desgraciado y joven poeta es aún más honda de lo que parece, porque en su primer borrador el poema terminaba con un lógico desánimo:

Si por un rayo de sol nadie lucha
nunca ha de verse la sombra vencida.

Pero Miguel rectificó y se puede decir que anuló su propio título, para abrirse a la esperanza y negar que, gracias a la acción humana, puede haber sombras eternas.

No negaré yo haber caído muchas veces en el pesimismo, pero, también en esto, viene en mi ayuda Camus, asegurando que una filosofía pesimista no está reñida, en el terreno de los hechos, con una moral de coraje. En realidad, lo había anticipado Unamuno cuando en “ Del sentimiento trágico de la vida”, dijo que cabe cierto pesimismo capaz de engendrar un optimismo temporal.

Han pasado los años, y debo confesar que el viejo poeta se halla mermado por el escepticismo. El mundo, dominado por sistemas capitalistas y arregostado a triunfos burgueses, posterga valores que un día soñábamos. ¿Podrá la poesía rescatarlos?

La Humanidad no ha logrado en el curso de los siglos librarse de los estigmas de la guerra, del hambre, de la injusticia. Dudo de que lo consiga ni en este tiempo ni en los venideros. Pero quiero confiar en que, a pesar de todo, siempre habrá un poeta que alce la voz de la esperanza y de la libertad.

Señores: mi gratitud. Llevaré esta medalla más que por lo que hecho, por lo que hubiera querido hacer.

Muchas Gracias.