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Prof. D. José María Jover Zamora

Dicurso pronunciado por la Profª. Dra. Dª. Guadalupe Gómez-Ferrer en nombre de su esposo el Prof. José María Jover Zamora en el Acto de su Investidura como Doctor Honoris Causa

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Profesor Don José María Jover Zamora

Año 2004


Es un gran honor para mí recibir este Doctorado Honoris Causa de la Universidad Carlos III de Madrid. Quisiera agradecer muy sinceramente a todas las autoridades académicas y a todos los colegas de esta Universidad que me confieren tan prestigiosa distinción. 


Excmo. Sr. Rector Magnífico de la Universidad Carlos III 
Excmo. Sr. Rector Magnífico de la Universidad Complutense de Madrid 
Excmos. Señores Vicerrectores 
Excmo. Sr. Director de la Real Academia de la Historia 
Ilmo. Sr. Decano de la Facultad de Humanidades, Comunicación y Documentación de la Universidad Carlos III 
Ilma. Sra. Decana de mi Facultad de Geografía e Historia de la UCM 
Queridos compañeros y compañeras 
Amigos y amigas 


Muchas gracias a la Universidad Carlos III, tan dignamente representada en vosotros, por el honor que me habéis conferido al concederme la investidura de doctor honoris causa por esta Universidad. Muchas gracias también por las cálidas palabras de elogio y afecto que hemos escuchado a los profesores Antonio Morales y Ángel Bahamonde. 


1.- Son muchos los años vividos; tengo en mi haber una biografía larga, de la cual he presumido ante muchos de ustedes. Cuando en los últimos años me preguntaban por mi salud, yo solía contestarles que padecía una grave enfermedad que constaba en el Registro Civil de Cartagena -mi amada ciudad-, aludiendo a la fecha de mi nacimiento. 


Son numerosos los hitos que a lo largo de estos años han jalonado mi vida personal y académica. Quisiera aprovechar la generosa oportunidad que me brinda la Universidad Carlos III al concederme la investidura de doctor honoris causa, para compartir con ustedes algunas reflexiones que desde la serenidad de la edad y desde la distancia de cualquier ambición futura emergen con fuerza y ayudan a explicar todo aquello que determinó el José María Jover historiador que ustedes han conocido y conocen. 


2.- Una vida no es resultado del azar sino que se construye fundamentada en unas creencias, y se alimenta a través de unas percepciones, de una formación, de unos conocimientos, de unos sentimientos... Dos fueron los acontecimientos que marcaron mi juventud: la Guerra Civil y la segunda Guerra Mundial; y fueron ellos también, los que marcaron mi orientación profesional. “La Guerra Civil -en la que afortunadamente no participé- me hizo vivir la historia como algo infinitamente más complejo, dramático y real de lo que posteriormente dejarán traslucir los relatos convencionales y memorísticos de los manuales. Para un joven con sensibilidad, la barbarie y la brutalidad que comportaba un enfrentamiento que venía a trastocar la vida de unos hombres y mujeres que yo conocía, y a sembrar de miedo y sufrimiento su quehacer diario, me dejó profunda huella. “Los aspectos políticos, internacionales, éticos y humanos de la guerra me conmovieron profundamente, me dieron materia de reflexión para el resto de mi vida, y me empujaron, decididamente, hacia el estudio de las Humanidades y de la Historia . El 1 de septiembre de 1939 -fecha del inicio de otra guerra- ingresaba en la Universidad de Murcia y poco después comenzaba mis estudios de Filosofía y Letras”. 


La segunda Guerra Mundial no la viví con la misma inmediatez, pero la seguí desde mi posición de universitario y estudioso apasionado de la historia. 
Y ambos acontecimientos suscitaron en mi una serie de interrogantes, de preguntas, de incertidumbres, dentro de los cuales cobraron protagonismo el problema de la guerra y la paz, el estudio de las relaciones internacionales, la necesidad de acercarme a la manera en que los hombres y las mujeres vivían una serie de acontecimientos, llegando en mi indagación más allá de lo que posteriormente recogerían los libros de historia. Y todo ello arraigado en un conjunto de valores que siempre he defendido; entre ellos el valor de la persona y el respeto que por ello merece piense lo que piense y cualquiera que sea su edad, sexo, etnia o condición social. Creo que desde siempre la defensa de la libertad unida a la tolerancia han presidido mi vida. 
En los años de formación, en Murcia y sobre todo en Madrid, “mis lecturas tendieron desde muy pronto a ensanchar unos horizontes que la difícil situación de la Universidad española en aquellos primeros años de posguerra y la imposibilidad de contar con Europa para ampliar estudios, habían dejado fuera de mi alcance. El deseo de un mejor conocimiento de mi lengua castellana y de su historia; la avidez de penetrar en la entraña de una historia contemporánea sólo estudiada oficialmente en sus aspectos "externos", fueron motores que potenciaron mi ya entonces añeja devoción y mis lecturas de Galdós, de los novelistas de la Restauración, de los grandes escritores del 98. Así se afianzó en mí una de las tendencias más visibles en mi ulterior trabajo de historiador: la utilización de la literatura como fuente histórica. 


Por los mismos años la necesidad de sistematizar en conceptos y en definiciones precisas un saber histórico frecuentemente recibido como mera sucesión de hechos, me condujo a una limitada pero fecunda aproximación a la Facultad de Derecho. Soy deudor de ella, y muy especialmente del Derecho Romano de Serafini, que conservo en mi biblioteca como uno de mis clásicos, de la pasión, que no he abandonado, por las definiciones precisas, claras y expresadas con el menor número posible de palabras. 


También me acerqué a la Geografía: a Martonne, a Vidal de la Blache, a Demangeon y a tantos otros que me predispusieron para una adopción a partir de los primeros años cincuenta, del magisterio de Lucien Fevbre, de Braudel y de los historiadores franceses que tanto hicieron durante aquéllas décadas por alumbrar nuevos puntos de mira para el enfoque de la historia moderna de España. 


3.- Mi acceso a la cátedra de Historia Universal Moderna y Contemporánea en la Universidad de Valencia (noviembre de 1949) cierra la etapa de aprendizaje, en la medida en que la meta de esta última se desplaza desde la realización de un proyecto de formación personal, a la responsabilidad de contribuir a la formación de unos alumnos y alumnas precisamente a través de la materia cuya enseñanza me había sido confiada; y ello en tanto comenzaba a dejarse sentir en el panorama de la historiografía española un creciente interés por la historia del siglo XIX. Fue así como mi trabajo de cátedra hubo de orientarse hacia una historia europea del Ochocientos, y mi investigación personal hacia una historia contemporánea de España, integrada siempre en sus coordenadas europeas”. Desde entonces, la determinación de las "coordenadas europeas" viene formando parte, como indefectible introducción y referencia -bien lo saben los que han pasado mis aulas-, de cuantos temas de historia nacional he tratado y continuo tratando en mi vida académica”.


Pero también mi concepto de España experimentó al asentarme en Valencia un profundo enriquecimiento, al que me he referido en alguna otra ocasión y que hoy me van a permitir que vuelva a repetir casi literalmente. Ya de por sí la integración en la ciudad mediterránea con su dualismo lingüístico y cultural; el encuentro y el diálogo permanente, en los claustros de su Facultad con colegas procedentes de otras regiones españolas -en especial catalanes- que afluyeron por entonces a la Universidad valenciana, eran hechos que inducían a una reflexión profunda, en la mente de un castellano -castellano de levante- acerca de la consistencia intrínseca de España y lo español. De entonces datan también -estoy hablando de los primeros años cincuenta- mis estudios sobre la personalidad portuguesa en el conjunto peninsular, que centré en el apasionante diálogo à trois surgido en torno a la crisis de 1640, entre portugueses, catalanes y castellanos. 


4.- Mi vuelta a Madrid supuso reencontrarme con la Universidad donde culminé mis estudios y mi formación académica, aunque ahora desde una posición distinta. Fue en el otoño de 1964. La Universidad comenzaba a hacerse eco de un inconformismo social creciente, ésta situación interpelaba a mi propia condición de historiador tanto en mis planteamientos teóricos como en mi función docente. El contacto con mis alumnos se hizo muy estrecho. Recibí más de lo que dí, y ello me vino de la mano de mis jóvenes alumnos y alumnas, algunos de los cuales estáis aquí escuchando estas palabras, también de otros que hoy andan dispersos por la geografía española desempeñando funciones docentes en la Universidades o en los centros de enseñanza secundaria. Vosotros y ellos desde una posición desinteresada y comprometida me ayudasteis a profundizar y a abrir nuevos horizontes. 


Algunos habéis dicho que soy vuestro maestro, yo desde aquí quiero deciros que sois muy generosos en vuestra afirmación, porque soy yo el os debo mucho y vosotros; lo sabéis. En unos momentos difíciles reforzasteis mis ideas y me trasmitisteis vuestra fuerza juvenil para proseguir lo que había sido el referente de mi vida: el compromiso con la independencia y con un conjunto de ideas en las que, a través de vías distintas creíamos muchos. Unas ideas que tenían un factor común -cualquiera que fuera su punto de amarre: cristianismo, marxismo o simplemente liberalismo-, el amor a la libertad, la defensa de la tolerancia y la búsqueda del entendimiento. A algunos de vosotros os he perdido la pista, pero otros, que habéis quedado más cercanos, me habéis dado vuestra amistad, y esa ha sido una de mis mayores fortunas. 


5.- Estos hitos entre otros han construido el profesor que siempre he sido y han constituido los pilares que han sustentado mi trabajo. Si tratara de expresarlos concisamente, tal vez pudiera resumirlos afirmando que he tratado de mantener vivos unos proyectos y unos interrogantes a los que he pretendido responder siempre científicamente, para que fundamentasen mi investigación y mi dedicación a la docencia que, a mi juicio, es la otra gran vertiente de un profesor de la Facultad de Letras. A los que han sido mis alumnos he querido trasmitir, mejor sería decir que con ellos he querido compartir, todo lo que sabía, todo lo que ignoraba y también los retos que se me iban abriendo cada día. 


Nunca olvidé mis raíces, siempre las tuve muy presentes pero no me paralizaron en el tiempo, sino que fueron mas bien el motor que me lanzó en todo momento a mirar hacia adelante. Aunque no lo creáis, siempre fui un inconformista. 


6.- Pero el compromiso de una persona ante la vida no sólo viene definido por el trabajo sino que está vinculado a unos sentimientos que sólo los producen las personas. Y es ahora cuando quiero deciros algo acerca de la otra gran pasión de mi vida: mi familia. Ella y el trabajo han sido, os lo confieso, las dos grandes pasiones de mi vida. 


Os he dicho cómo me he sentido gratificado en mi trabajo y en mi profesión, no menos con mi familia. Para mi es hoy un orgullo y me produce honda satisfacción que sea Lupe, mi mujer, la que os trasmita unas palabras que por unas circunstancias especiales no me es posible expresaros personalmente. Mis hijos, muchos hijos, no entorpecieron nunca mi trabajo sino que lo alentaron. Entre nosotros y todos ellos -incluidos ya en los noventa, sus cónyuges- ha existido siempre una cierta complicidad y hemos compartido una misma actitud ante la vida. Eso es mucho, a ellos, todavía de manera más inmediata que a mis alumnos quise siempre trasmitirles unas creencias, una determinada sensibilidad, un talante vital que hiciera compatible el amor a la libertad, con responsabilidad, la honestidad, el amor al trabajo y el sentido del humor. Digo ahora como antes al hablar de mis alumnos. Me superaron; admiré su talante vital y divertido; aprendí mucho de ellos y recibí y recibo un cariño profundo que se traduce en una camaradería no exenta de respeto. A ellos, ahora que han comenzado su andadura profesional -y a mis nietos que viven felices, aún ajenos al mundo que les tocará vivir- quiero dedicarles, para que les sirva de estímulo, este honor que tan generosamente me ha concedido la Universidad Carlos III. 


7.- En fin, y ahora llega lo más difícil. Cuando más que al trabajo y a la escritura, estoy dedicado a la reflexión, he pensado mucho que podía ofrecer a la Universidad Carlos III que tan generosamente, insisto, me ha querido introducir en su claustro. No podía ser, y lo habéis visto, una lección al uso. “Mas bien he querido traer ante vosotros algunas de las reflexiones que han vertebrado hasta hoy mi quehacer intelectual, en torno a esos núcleos que como acabo de confesar, me han preocupado a lo largo de mi vida. Vayamos, pues, a ello. 


En primer lugar quisiera hablaros de mi constante preocupación por el concepto de España. Construir una imagen de la Historia de España que sirva a los españoles para enriquecer su conciencia histórica y para promover la paz y la esperanza creadora ante el futuro, constituye un imperativo ético para los historiadores de estos comienzos de siglo. Mi idea de España como una gran nación que abarca un conjunto de naciones, se la debo a mi prolongada dedicación a dos siglos en que se plantea agudamente este problema: el siglo XVII con la gran crisis de 1640, y el siglo XIX, especialmente en su segunda mitad. 


Fue precisamente un largo artículo dedicado al siglo XVII -"Sobre los conceptos de monarquía y nación en el pensamiento político español del siglo XVII"-, publicado en 1950, en una fecha en que ya había sido vitalmente afectado por mi estancia en Valencia, cuando surge en mí el concepto de España como "nación de naciones". Hablar de España como "nación de naciones" no encierra ninguna contradicción; mas bien supone, a mi manera de ver, una forma adecuada de expresar en tres palabras la complementariedad y el recíproco encaje existente entre España y el conjunto de regiones y naciones que la integran, definidas estas últimas por su lengua y tradición histórica peculiares, así como por la voluntad de desarrollar su respectiva personalidad en el marco de una realidad histórica, no sólo estatal, que las trasciende: España. 


Y si los nuevos tiempos hablan de la necesaria apertura a una nueva gran patria más ancha que los Estados -cosa que los europeos, y en particular los españoles, tenemos ya suficientemente asumida-, quizá sea necesario asumir de manera análoga la apertura a una nueva imagen de España más acorde con lo que realmente ha sido en la historia y continua siendo: una "nación de naciones"; expresión -insisto- menos retórica o elusiva de lo que a primera vista pudiera parecer, si recordamos toda la amplitud de significaciones que ha recaído sobre la palabra "nación" desde el Renacimiento hasta la época actual, y su posibilidad de aplicación a comunidades de muy distinta fisonomía desde el punto de vista de su autonomía o de su relación con el poder político. 
Ha sido precisamente esa preocupación, esa forma de entender España la que he pretendido que vertebrara uno de los quehaceres que está a punto de culminar: la Historia de España Menéndez Pidal cuya dirección me fue confiada en 1975. En otras ocasiones me he referido a los elementos de continuidad y de ruptura con el que fuera el gran proyecto de don Ramón. Si entre los de ruptura se encuentra ese desplazamiento de una concepción excesivamente castellanocéntrica de la historia de España a una concepción mucho más plural de la misma, entre los de continuidad debo referirme a tres esenciales: el primero, el riguroso análisis de las fuentes, la exquisita atención a la calidad científica de sus contenidos; el segundo, la firme voluntad de ilustrar la conciencia histórica de los españoles; el tercero, hacer de la historia escrita factor de comprensión recíproca, de reconciliación y de convergencia en la edificación de un futuro esperanzado. 


En la Historia de España Menéndez Pidal, han encontrado cabida las diferentes orientaciones ideológicas de sus colaboradores con una sola condición: que tuvieran sólida solvencia científica. Por otra parte, creo que esta obra constituye un buen testimonio de las diferentes maneras de pensar, escribir y expresar la historia que se han puesto en marcha, precisamente desde los años setenta. 
Esta gran empresa historiográfica está a punto de culminar con la publicación del último de los tomos pendientes: La República y la Guerra Civil. Durante algún tiempo alenté la esperanza de que fuera mi Prólogo a este tomo algo así como mi testamento de historiador. Pero se ha echado el tiempo encima y es bueno saber poner coto a las propias ilusiones, a condición de que su ejecución sea depositada en buenas manos. Por ello renuncié a la coordinación de este tomo, que encomendé al profesor Santos Juliá.


Permitidme, sin embargo, que transcriba las palabras con que años atrás, en 1998, contesté al propio Santos Juliá cuando en una entrevista me preguntó que indagaba en los resortes que movían en mí este deseo. Me refería entonces al silencio que ha recaído sobre la irracionalidad del desencadenamiento de aquella inmensa catástrofe, sobre los sufrimientos y heroísmos, las crueldades y los menosprecios de la condición humana; los pródigos de abnegación, de solidaridad y de entrega a una causa que estimaron como salvadora que alentaron en ambos bandos, todo ello eran motivos que me hacen sentir la necesidad de aportar mi testimonio personal, el fruto de mis lecturas y de mis reflexiones con miras a la incorporación a nuestra memoria histórica de aquellos años, no como un trágico intermedio que es necesario silenciar en aras a la convivencia de todos, sino como un homenaje a la memoria de todas sus víctimas, una propuesta de recíproca comprensión, y un análisis desapasionado y objetivo de las causas y de las decisiones que generaron la guerra civil. 
Junto con la historia de España, la historia de las relaciones internacionales ha sido otra de mis grandes líneas de investigación. El interés por ellas surge a comienzos de los años cincuenta, cuando Renouvin da un giro a la manera de abordarlas. También su estudio ha experimentado cambios desde entonces; cambios sustanciales de los que yo mismo he procurado dar cuenta; desde este punto de vista la Escuela Diplomática me ofreció desde fines de los sesenta hasta mi jubilación un espléndido foro donde pude exponer mis ideas a unos jóvenes procedentes de muy diferentes países y destinados a moverse en los más diversos medios geográficos. 


Os decía que el estudio de las relaciones internacionales ha experimentado cambios sustanciales. Es cierto, en la actualidad, las relaciones internacionales hay que explicarlas y entenderlas en un mundo presidido por vertiginosos y permanentes cambios políticos, económicos y socioculturales. Se trata de un mundo que camina cada vez más hacia la integración en el cual se van a incorporar unos nuevos protagonistas. Pensemos por ejemplo en China. Un mundo dominado por la globalización económica con unos procesos que imponen sus propias reglas de funcionamiento. Un mundo atravesado por profundos cambios sociales derivados de las migraciones internacionales y del multiculturalismo. 


En fin, creo que, como expresé -en julio del 2000- en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo -a cuyo Rector agradezco la oportunidad que me brindó en aquella ocasión-, la situación actual que nos presenta la historia de las relaciones internacionales en un mundo que tiende inexorablemente a la globalización por la práctica instantaneidad de las comunicaciones y por la hegemonía mundial del capitalismo, se caracteriza por el irracional contraste entre tal globalización, y dos hechos radicalmente contrapuestos a ella: el desigual reparto de la riqueza -o por mejor decir, de los bienes de consumo inmediato-, y el incremento continuo y progresivo de los medios de destrucción. 


La experiencia histórica del siglo XX y de lo que llevamos del siglo XXI nos invita a reforzar y a afinar el uso de la razón humana, que se manifestó incapaz de poner coto a las siniestras hecatombes que acompañaron las dos guerras mundiales y nuestra guerra civil; incapaz también en otras guerras más o menos localizadas de las que no siempre se hacen eco los medios de comunicación. Nos invita también a promover un elemental correctivo ético frente a unas guerras que, tantas veces, no han agotado el recurso a todos los procedimientos que están al alcance de los políticos para evitarlas; frente a unas guerras sobre las que el ciudadano medio apenas tiene conocimiento. Y nos invita también, a prohibir por suculento que sea el negocio para el proveedor, la venta de armas a pueblos menesterosos, destinadas a facilitar luchas internas y a limitar sus posibilidades económicas en orden a la alimentación, a la sanidad y a la cultura. 
En suma: a mi manera de ver, la única esperanza frente a la historia del futuro estriba en un desarrollo abierto a toda la humanidad; a la igualdad esencial de todos los hombres cualquiera que sea el color de su piel, su lengua, su cultura y su religión. Es decir, en un desarrollo fundamentado no en el poder, sino en la civilización. O dicho más precisamente, en una legitimación del Poder a través del servicio a la Civilización. 


Este tema, el de la Civilización ha sido precisamente el que ha polarizado en buena medida mi atención desde comienzos de los años noventa, y se ha plasmado en algunas de mis últimas publicaciones. Ustedes lo saben y no es la ocasión de volver sobre la delimitación conceptual de un término cuyo contenido ha sido cultivado por otros sectores de la historiografía. No estoy interesado en reivindicación alguna. Pero sí estimo que constituye una tremenda anomalía la práctica desaparición de la historia de la civilización española, no ya de los cuadros de enseñanzas de nuestras universidades o de nuestra bibliografía histórica, sino de la misma atención de cuantos dedicamos nuestro trabajo cotidiano a la investigación y al estudio de la Historia. 
No reivindico nada, pero no me resisto compartir con ustedes algunas de las motivaciones que me han conducido a interesarme en estos años por la historia de la civilización. Lo que me interesa subrayar aquí es la profunda crisis atravesada por la idea de civilización occidental en la medida en que tal idea ligaba tradicionalmente la noción de progreso moral y humano a la noción de progreso científico y técnico. Ahora bien, esta noción de civilización ha mostrado a lo largo del siglo XX, su carácter ambivalente, y ha puesto de manifiesto que lleva en sí unas posibilidades de autodestrucción que transfieren el progreso de la humanidad, no ya al incremento indefinido de ese progreso técnico, sino a unas opciones que requieren el recurso a otros componentes de la civilización ajenos al mero desarrollo científico: el cultivo de la racionalidad; el cultivo de una visión integrada de la experiencia humana en la que la humanitas tenga el lugar que le corresponde; el sentido activo de solidaridad entre las civilizaciones y los pueblos de un planeta en el que estamos destinados a convivir cada día más estrechamente; el sentido de responsabilidad hacia las generaciones futuras que nos obliga a mantener el planeta por lo menos en las mismas condiciones de habitabilidad en que lo recibimos de nuestros antecesores; el respeto a la condición humana que nos mueve a percibir espontáneamente que la Tierra es de todos, y que nadie tiene derecho a adueñarse de una parte extensa de ella que prive de sustento a otros hombres y mujeres 
La noción de "civilización" en cuanto conciencia de Occidente -por utilizar la expresión de Norbert Elias- ha asumido, pues, nos guste o no, pero de manera ineludible una ambivalencia que remite su progreso a una opción continuada entre la autodestrucción y la ignominia, o la salvación de los mejores valores encarnados en aquélla. 


Y creo que, en los años de profundo cambio histórico que nos está tocando vivir, el olvido o el desconocimiento de lo que realmente significa la palabra civilización lleva en sí una cierta alienación con respecto a una de las claves mentales necesarias para entender y para proseguir la andadura del recodo histórico que estamos transitando. Lo estimo así por muchos motivos a los que me he referido en diversas ocasiones. Permítanme, sin embargo, que me refiera a uno sólo que considero fundamental. No creo en absoluto, que el mero desarrollo científico y técnico conduzca, por sí solo y en razón de su propia dialéctica, a la mejora de la condición humana. Y pienso, que una vez que la experiencia de nuestro siglo XX ha demostrado cumplidamente la radical ambivalencia del Progreso, al poner de manifiesto la "otra cara" de la Civilización -dos nobles mitos de la modernidad que ahora concluye, según todos los indicios-, pasa a un primer plano la necesidad de adquirir una conciencia global, no reducida a unos esquemas lineales, de lo que ha sido la historia de la civilización. Sólo así contribuiremos a que la historia cumpla, de veras, la función magistral que le corresponde cerca de nuestra sociedad.


10.- Una función que debe prestar especial atención a la integración del saber histórico en el cuerpo de una sociedad y de un determinado nivel de civilización: la civilización y la sociedad españolas en nuestro caso. La socialización de este saber manifiesta deficiencias y vacíos cuya responsabilidad no corresponde exclusivamente a los profesionales de la Historia, pero en la que debemos apresurarnos a determinar críticamente la parte que pudiera correspondernos. A mi manera de ver, la gravedad de esta específica carencia cultural, apreciable incluso, en alguna de nuestras elites, no consiste en la ignorancia de tal o cual hecho histórico que registran los manuales, ni en la dificultad para situar cronológicamente alguno de los más sonados, sino en la ausencia de sentido histórico; en la incapacidad para percibir la situación histórica en que uno se encuentra inmerso; es decir, el propio presente, como parte de un proceso continuo del cual somos herederos y de cuya continuidad tiempo adelante, somos y debemos sentirnos responsables. Este sentido histórico requiere, para su presencia activa en una sociedad o en la conciencia de un individuo, algo más hondo e intelectualmente elaborado que el conocimiento de una serie de hechos o de personajes relevantes de antaño. Requiere, por lo pronto, la capacidad y el esfuerzo intelectuales necesarios para ordenar tales acontecimientos en un decurso temporal que les dé sentido, situándolos en un proceso de evolución humana y en un determinado nivel del desarrollo significado por tal proceso. Requiere también contemplar nuestro presente a través de la comparación con otra situación histórica previamente conocida, en contraste con la cual, podamos definir la peculiaridad de la nuestra. 


En esta labor de formación, no ya de historiadores, sino de ciudadanos conscientes por entero del mundo que nos ha tocado vivir y del que hemos de proyectar y construir para el futuro corresponde una dura y hermosa responsabilidad no sólo a los profesores y profesoras de Universidad, sino a los de enseñanza secundaria; sin duda, uno de los colectivos profesionales españoles de más acendrada y abnegada vocación. 


Estas tres líneas de investigación -historia de España, historia de las relaciones internacionales, historia de la civilización- han sido, como acabo de expresarles, los núcleos en los que he centrado mis reflexiones a lo largo de una dilatada biografía intelectual. Queda por apuntar un cuarto campo de estudio, que es el que también me viene ocupando estos últimos años: "Ultramar en la monarquía española del siglo XIX". El vínculo entre España y las tierras de allende el Atlántico se halla doblado en mí por razones vitales: la larga permanencia de mi padre en tierras dominicanas. Por otra parte, pensé que una investigación sobre este tema podía constituir un buen complemento para mi vieja dedicación al XIX peninsular. Lo cierto es que el tema me ha ido resultando cada vez más sugestivo, que he recogido una cantidad de material que me desborda y que el proyecto se ha hecho bastante más ambicioso de lo inicialmente previsto. Por ello pienso que tendrá que ser un equipo el que articule y complete definitivamente este trabajo. 


9.- Es hora de poner fin a unas reflexiones que se han alargado mucho. Pero no quiero terminar este recorrido de mi vida intelectual, sin recordar a la Real Academia de la Historia de cuya corporación formo parte desde comienzos de los años ochenta, y a cuyo Director, aquí presente, quiero mostrar mi agradecimiento y respeto. Desde que conocí la decisión del Departamento de Humanidades de proponer, a iniciativa del profesor Antonio Morales, mi investidura como, doctor honoris causa de esta Universidad, comencé a preguntarme el porqué de este alto reconocimiento. Tal vez la respuesta pueda encontrarse en la generosidad de esta Universidad y en el cariño de una muchedumbre de alumnos. Por ello me siento profundamente conmovido. 
Querido Rector, me llena de honra y orgullo este doctorado honoris causa, que me habéis conferido y que me permite formar parte del claustro de una institución de tan alto reconocimiento y prestigio, como es la Universidad Carlos III. A ella me sentía estrechamente vinculado no sólo por la amistad de su Rector sino por los dos hijos -Carmen y José María- que trabajan en ella. Agradezco muy sinceramente las cariñosas palabras de elogio de Antonio Morales y Ángel Bahamonde, que valoro muy hondamente por ver en ellas no sólo la expresión de los generosos sentimientos personales por parte de dos colegas y amigos, sino el sentir de muchos de los alumnos y alumnas que han pasado por mis aulas. 


Y para terminar, permítanme que les confiese que han contribuido ustedes a unos momentos de felicidad que vienen a culminar tantas horas de apasionada dedicación al quehacer histórico, tanto en la soledad de los despachos como en el bullicio de las aulas. Por ello, muchas gracias. Hubiera querido que estas dos palabras pudieran resumir y hubieran impregnado este conjunto de reflexiones hechas en voz alta. De nuevo muchas gracias.