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Prof. D. Sir. John H. Elliot

Prof. D. Sir. John H Elliot

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Profesor Don Sir John H Elliot

Día de la Universidad. 25/01/08. Discurso Sir John Elliott.


Sr. Rector Magnífico. Excelentísima Sra. Embajadora. Señor Rector Magnífico de la Universidad San Pablo CEU. Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades. Autoridades académicas. Profesoras y Profesores. 


Esta Universidad, que hoy me confiere el gran honor de un doctorado honoris causa, fue fundada en 1989, uno de los años más señalados en la historia de Europa y del mundo. Fue el año de la caída del muro de Berlín, de la liberación de los pueblos de la Europa central y del este tras décadas de opresión, y del derrocamiento de un sistema político e ideológico que había ensombrecido el mundo entero en los 70 años que le precedieron. Sin duda los historiadores futuros verán los acontecimientos de 1989 al menos como un cambio tan significativo en la historia mundial como lo fue la Revolución Francesa, que tuvo lugar exactamente doscientos años antes. Se analizará detenidamente el curso de los acontecimientos de ese dramático año y se presentarán una variedad de explicaciones, muchas de ellas sin duda contradictorias, del derrumbe repentino, y en gran medida pacífico, del imperio soviético. Sin embargo, yo mismo como historiador, me veo impelido a preguntarme cuántos de nosotros, incluyendo los expertos en la historia de Rusia y de la Europa del este, predijeron la extraordinaria serie de sucesos que en 1989 transformaron el mundo para siempre. Creo que no sería injusto decir que nos cogió a todos por sorpresa. 


Así, cabe preguntarse ¿para qué sirven los historiadores? ¿para qué molestarse en estudiar el pasado si todas las horas de lectura y de investigación en archivos no nos dejan mejor equipados que el resto de los mortales para anticipar y predecir el futuro? 
Son preguntas razonables y desde mi propia experiencia trataré de ofrecer algunas respuestas. La primera cuestión que debe tratarse tiene que ver con las facultades de predicción de los historiadores ¿Por qué aparentemente no somos mejores que cualquier otra persona para predecir el futuro? Algunas civilizaciones como la de los aztecas antes de la conquista española encontraron la clave del futuro en la supuesta naturaleza cíclica del tiempo, según la cual, con cada ciclo recurrente, se veía repetirse los acontecimientos. 


El mundo occidental, por otro lado, tiene una noción linear del tiempo. Por consiguiente muchos historiadores occidentales han pensado en términos de un desarrollo progresivo de la raza humana y han impuesto patrones más o menos deterministas sobre el futuro, predicados en su interpretación del pasado. Pero estos patrones han resultado consistentemente poco fiables como previsiones del futuro. Por ejemplo, los historiadores del siglo veinte en general daban por supuesto que la ciencia y la razón conducían a la secularización progresiva de la sociedad. No obstante ahora nos encontramos frente al resurgimiento del fundamentalismo religioso tanto en el mundo occidental como en el no occidental. 


Mi propia interpretación del pasado me ha hecho desconfiar de este tipo de presunciones y quizás la lección más importante que he aprendido de una vida dedicada a la investigación histórica es que la única cosa que puede esperarse con alguna certeza es lo inesperado. En una época de secularización, revive inopinadamente la religión; en una época de internacionalismo y globalización, la enérgica reafirmación de las identidades nacionales y étnicas se ha convertido en una realidad de la vida contemporánea. Al estudiar las grandes figuras del pasado, un Olivares o un Richelieu, he comprobado que nada resulta tal y como los actores principales del escenario político planearon o esperaban. Se capturan las flotas con la plata de las Indias; se extravían cartas. Las historias que dejan de considerar el papel
de la contingencia y de la personalidad, y la ley de las consecuencias impredecibles me parecen defectuosas en su comprensión de la experiencia humana. 
Esto no significa que el pasado deba considerarse como una serie de hechos aleatorios y caóticos. El papel del historiador, como yo lo concibo, es el de dar forma a la interpretación y a la narración del pasado y esto nunca fue tan necesario como lo es hoy en día. Creo que el Occidente se enfrenta hoy a dos grandes peligros en lo concerniente a la memoria histórica. El primero es que una mayoría vive actualmente sin memoria histórica alguna. Demasiada gente tiene escaso o ningún sentido de cómo su país ha llegado a ser lo que es. En consecuencia se han convertido en extraños en su propia tierra, faltándoles un conocimiento real o una comprensión cabal de su pasado y por lo tanto son incapaces de juzgar los acontecimientos de su propia época con proporción o en su contexto. Para los que viven sólo en el presente y para el presente los problemas contemporáneos adquieren una importancia desproporcionada porque no son conscientes de que las generaciones anteriores se han debatido con problemas similares o comparables, con mayor o menor fortuna. Si cada generación debe encontrar su propia respuesta a los problemas a los que se enfrenta, el pasado provee al menos una forma de derrotero para aquellos que están dispuestos a descifrarlo. El otro gran peligro es paradójicamente justo lo contrario - no una falta sino un exceso de memoria histórica. Demasiadas sociedades en la actualidad son presas de su propio pasado o más correctamente de una lectura de ese pasado que lo limita distorsiona. Los sucesos de las dos últimas décadas en los Balcanes ilustran de manera elocuente cómo un enfoque reductivo y excesivamente nacionalista puede dejar a las sociedades en una especie de burbuja suspendida en el tiempo. Asumen el papel de víctima permanente y atribuyen sus males a la malicia ajena. Es un enfoque derrotista y peligroso y surge de la confianza excesiva en una memoria histórica que es altamente selectiva y que se ha congelado en el tiempo trasmitiéndose de generación en generación. 


Por supuesto toda memoria, sea personal o colectiva, es selectiva y falible y las leyes de la memoria histórica, por bien intencionadas que sean, corren el riesgo de reemplazar una sección de memorias por otra. Aquí es donde los historiadores tienen un papel esencial. Quizás no tengan el don de la profecía, pero pueden y deben actuar como mediadores entre el pasado y el presente y todavía más en las sociedades que se han hecho sordas o bien que no presentan un gran deseo de escuchar. Ellos son, o deberían ser, no sólo los que transmiten sino también los que revisan la memoria, recuperando para la conciencia pública aspectos del pasado que se han olvidado o han sido marginados deliberadamente. 


Revisar la memoria significa desafiar la visión comúnmente aceptada y a veces recordar a las sociedades cosas sobre ellas mismas de las que quizás no desean acordarse. 


Significa hacer hincapié en las complejidades del pasado y señalar las rutas que por una u otra razón no fueron tomadas. En mi propia carrera como historiador he perseguido este ideal, por ejemplo tratando de desmitificar la rebelión de los catalanes de 1640 o intentando demostrar que muchos de los problemas de la España del siglo diecisiete no fueron únicos a la península ibérica, ni tampoco el resultado de características esencialmente españolas, sino que eran comunes a otras sociedades europeas del período. 


En lo posible he buscado situar la historia de España y de la monarquía española en un contexto global y sugerir nuevos modos de examinar su rico y fascinante pasado. 


Quisiera pensar que mis esfuerzos han ayudado a otros, tanto dentro como fuera de España, a ver la historia de España y del mundo hispano desde una variedad de perspectivas diferentes. El pasado es infinitamente fluido y ciertamente rechazaría la idea de que una interpretación definitiva del pasado español sea posible o deseable. Cada historiador es en gran medida la criatura de su propia época y de su lugar de origen, y proyectará las preocupaciones de su propia época y de su sociedad al estudiar el pasado. 


Pero los tiempos cambian y los historiadores también, o por lo menos así debería ser. La España de principios del siglo veintiuno es una España muy diferente de la de la década de 1950 cuando empecé mis investigaciones. En consecuencia su historia también está cambiando. Una historia nacional que antes estaba dominada por el tema del fracaso actualmente esta siendo re-escrita por una generación de historiadores españoles que alcanzó la madurez en la nueva era abierta por la transición democrática y por una creciente prosperidad nacional. Ahora se consignan los éxitos además de los fracasos y se muestra al menos tanto interés por la supervivencia de la monarquía española como las generaciones anteriores mostraron por las causas de su decadencia. 


Este enfoque con el tiempo será sustituido por otros nuevos, a medida que aparezcan nuevas preocupaciones. Es como tiene que ser. Me gustaría pensar que yo también he cambiado con el tiempo. Por encima de todo, he querido demostrar que el pasado no es estático y rígido, sino que se presta a innumerables interpretaciones, y que todas ellas merecen ser constantemente sometidas a prueba y a revisión a la luz de nueva evidencia y de nuevos enfoques históricos. Estoy profundamente agradecido a mis muchos amigos y colegas españoles por toda la ayuda que me han prestado en mi intento de realizar esta ambición. Estoy agradecido al Instituto de Historiografía Julio Caro Baroja por organizar un seminario de tres jornadas sobre los temas que han ocupado mi atención en el curso de mi carrera como historiador. Y por encima de todo estoy agradecido a esta Universidad, la Universidad Carlos III, por su reconocimiento, otorgándome este doctorado, a mis esfuerzos por comprender e interpretar el pasado de un país que me ha tratado con una generosidad que nunca podré reciprocar adecuadamente.