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D. Adolfo Suárez

Discurso del Sr. D. Adolfo Suárez

REFLEXIÓN SOBRE LA TOLERANCIA

Esta Universidad que se ha fundado bajo la advocación del Rey “Ilustrado” por excelencia, me confiere hoy un alto honor al otorgarme la medalla de la misma. Pienso que es de “honrados” el sentirse agradecidos. Sean por ello mis primeras palabras, expresión de mi profunda gratitud al Rector Magnífico que hizo la propuesta, a la comisión que la aceptó y la hizo suya, a todos los que asisten a este acto, ante todo:

¡Muchas gracias!

Nuestros clásicos afirman -y lo digo en presente porque el pensamiento de los clásicos no muere- que "sólo da honor quien lo tiene, quien lo quita no lo tiene”.

La Distinción que hoy recibo proviene del fondo de esfuerzo y honor que la Universidad acumula, por ello es éste buen lugar y buen momento para hacer una breve reflexión sobre la ética del honro, del esfuerzo, del mérito, característica esencial del prototipo hispánico del “hidalgo”. Entre cuyos valores, figura con brillo propio, aunque puede parecer extraño, la virtud de la tolerancia.

Importan las obras y la acción como frutos del ser. El hombre es hijo de sus obras, de ese “algo” que se va realizando a lo largo de la vida y que “personaliza” al hombre y a la mujer.

"Hijo de algo señalan las Partidas quiere tanto decir, en lenguaje de España, como hijo de bien”, Hidalgos son “los hombres que hubieran naturalmente en sin vergüenza, que la vergüenza veda al caballero que huya de la batalla”.

De la batalla de la vida no se puede desertar. La deserción supone la "despersonalización" del hombre y la mujer, su reducción a límites casi inhumanos. En la vida se siembra mediante el esfuerzo y se pueden cosechar éxitos y fracasos, pero lo importante es el esfuerzo y no los resultados del mismo.

En el éxito o en el fracaso tercia siempre la fortuna, interviene el azar, pero en el esfuerzo sólo manda la "virtud", la energía, la audacia. El esfuerzo unido a la audacia puede domeñar la mala fortuna. La audacia es prenda de juventud.

Por eso se afirma que la fortuna se inclina ante los jóvenes, ante las cualidades juveniles o "Audaces Fortuna Jubat" señala el clásico. Esta es la esencia de nuestra ética y esta es la ética de la Universidad, el esfuerzo, la virtud, en el sentido más profundo y renacentista de la palabra, preside la ética de la Universidad, y esta ética se basa, en mi opinión, en el valor de la “tolerancia”. Creo que esta ética del esfuerzo -la del hidalgo, la de la Universidad, la que, en definitiva, ha practicado el pueblo español en sus cumbres históricas, debe ser reinstalada en nuestra sociedad civil, debe convertirse, una vez más en eje de nuestros actos humanos, sociales y políticos. Por eso quiero hacer una breve meditación en voz alta sobre la ética y la política y concretamente sobre uno de los valores fundamentales de la ética política: la tolerancia.

La distinción que hoy se me otorga, se concede a un político. Un político que no está en activo y que no desea estarlo, pero que siempre será un político. En el escrito de concesión de la medalla de honor de la Universidad Carlos III de Madrid se afirma que tal galardón se me otorga “en reconocimiento al impulso en la consolidación de la Transición Democrática y en la elaboración de la Constitución española de 1978, en su condición de Presidente del Gobierno”. Los términos del acuerdo no me dejan margen a la duda. La Medalla de Honor se otorga a un político, a un hombre que ha dedicado lo mejor de sus esfuerzos al quehacer público, al servicio de la comunidad política a la que pertenece.

Desde esa certeza me atrevo a reivindicar una vez mas., -hoy ante ustedes-, la nobleza y la dignidad de la tarea política que considero indisolublemente unida a la realización de unos valores éticos que constituyen el más alto patrimonio de la Humanidad. Estos valores son: la dignidad de cada persona, principio y fin de toda política, el respeto a sus derechos inalienables e imprescriptibles y los valores metajurídicos que nuestra Constitución señala: la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo, que yo me permito especificar como solidaridad y tolerancia. Estos valores junto a los modos en que han ido cristalizando, a lo largo de la Historia, en las comunidades a las que pertenecemos, son los que dotan a la política de altura, anchura y profundidad. Es decir, de dimensiones humanas que nos revelan su grandeza y su servidumbre.

Es cierto que hoy experimentamos una profunda devalorización de la política y los políticos. Muchas causas contribuyen a ello. No están ajenos a las mismas, algunos políticos que no han sabido suscitar la confianza del pueblo o que han tenido conductas anónicas que han encontrado, por otra parte, en nuestra democracia, su adecuada sanción. Ha sido, sin embargo, la llamada “postmodernidad” la que ha planteado, con carácter general y profundidad de pensamiento, la desvalorización del quehacer político.

La “Modernidad” había convertido el trabajo humano en categoría fundamental de la sociedad, base de la riqueza, cimiento de la estabilidad y único título de legitimación moral de la persona. A partir de la Tercera Revolución Industrial los agentes esenciales no son ya, sin embargo, el capital y el trabajo sino el capital y el consumo. La innovación tecnológica parece sustituir -para los expertos sociales- a la fuerza del trabajo, porque la productividad depende, cada vez más, de la eficacia de la tecnología.
El paro, en la sociedad occidental, se empieza a transformar en un hecho aceptado por la misma que provoca su propia dualización.

La inexistencia laboral de los desempleados produce su marginación social. Esta lleva a algunos de ellos, sobre todo a los más jóvenes, a comportamientos anónimos, de violencia y toxicomanía. La sociedad “de los dos tercios” es, radicalmente, una sociedad insegura, y, en el fondo, una sociedad intolerante.

¿Cómo se puede considerar una sociedad que, a nivel mundial, permite la existencia de 1000 millones de desposeídos, en el profundo Sur del mundo?, ¿cómo se puede calificar una sociedad que, a nivel español, permite la inseguridad del empleo y la existencia de 8 millones de personas cuyos ingresos no llegan a la mitad del salario mínimo interprofesional? ¿Cómo se puede calificar a una sociedad que cierra sus puertas a las demandas de los más necesitados, con el riesgo de que estos caigan a golpes de fundamentalismo y hambre?

¿Cómo se puede considerar una sociedad en la que surgen, cada día, con mayor intensidad, terribles brotes de racismo, xenofobia y marginación? Hemos hecho del nivel de consumo una nueva raza que pretende instalar su predominio desde la exclusión, una sociedad con la peor de las intolerancias: la intolerancia del monopolio del Tener, el Saber y el Poder. La dualización de la sociedad pone en crisis el llamado “modelo occidental”, “la sociedad del bienestar” y los valores en que se funda. Es el momento del pensamiento “light”, del mínimo común axiológico, aceptado por todos y difundido y glorificado por los medios de comunicación de impacto mundial. Es la época del “éxito fácil y rápido”, de los “goleen boys”. La sociedad occidental entra en profundas contradicciones. Por una parte proclama la incuestionabilidad de la democracia, fuera de la cual no hay sino involución y regresión, pero, por otra, desustancia los valores en que ésta se funda: la participación política, el ejercicio de la ciudadanía, el valor del esfuerzo personal y colectivo. El mundo de la “postmodernidad” es un mundo desorientado, en profunda crisis moral, en el que se descalifica al Estado y se predicala huída al más absoluto individualismo.

En este horizonte el quehacer político y la figura de “el político”, alcanza su más baja estimación pública. Se afirma entonces que la sociedad a duras penas soporta a los políticos y, sólo a condición de que sean eficaces, de que tengan un éxito cas inmediato y, en definitiva, de que, molesten lo menos posible.

Pero el criterio de valoración,
¿Cuándo se es eficaz?,
¿A corto o a largo plazo?,
¿Qué incluye la eficacia?,
¿Sólo el progreso material o también el progreso en la realización de los valores éticos?

La realidad es que nuestra sociedad pide hoy al político no sólo eficacia material. Le pide también ejemplaridad democrática y fidelidad a los valores que afirma defender. Esa ejemplaridad implica no sólo la legitimidad del título de su autoridad -el voto popular- sino también la legalidad de sus actos y la coherencia de sus actitudes.

La reacción ante la pasividad postmoderna se ha iniciado casi en nuestros días con claras exigencias y demandas a los políticos, de contenido ético. No sólo se les pide capacidad de gobierno y buenos resultados en su gestión. Se les pide también que, de algún modo, encarnen personalmente el modelo de la “sociedad mejor” que prometen, del futuro más digno del hombre que proclaman. No sólo se les pide política, también se les pide ética.

Desde una ética auténtica, basada en la dignidad de la persona humana y en el respeto a sus derechos, uno de los más relevantes valores, esencial en toda política democrática, es la tolerancia. El valor y la virtud de la tolerancia, su concepto, su contenido, sus límites. Quisiera hacer hoy una breve referencia a ella, una pequeña reflexión en voz alta. Y lo quisiera hacer por una cuádruple razón.

En primer lugar porque se trata de un valor esencial en la democracia, en su consolidación y profundización. Entre nosotros, la Constitución alude a él con el término de “pluralismo”, como uno de los grandes valores metajurídicos, superiores a todo ordenamiento e informadores del mismo. Tal vez las generaciones más jóvenes hoy no lo sepan, pero, durante mucho tiempo, prácticamente desde el fin de la II Guerra Mundial hasta lo que se conoce como la Revolución de 1989, en la Europa Central y Oriental, que puede simbolizarse en la caída del Muro de Berlín y la desaparición del llamado “Socialismo Real”, la autenticidad de la democracia residía más en el adjetivo “pluralista” que en el sustantivo “democracia”, que también utilizarán las llamadas “democracias populares” que no eran otra cosa que dictaduras encubiertas.

En segundo lugar porque, de algún modo, la dicotomía “tolerancia-intolerancia” resume el “enigma histórico” que –en palabras de Sánchez Albornoz- sintetiza la Historia de España, la Historia que, en la Transición, acordamos asumir, globalmente, con sus aciertos y sus errores, desde una solidaria y común voluntad de superación y tolerancia.

En tercer lugar porque la tolerancia constituyó un valor de primer orden en la Transición política y está inserta en los cimientos mismos de nuestra democracia. En la Transición política la virtud de la tolerancia fue ampliamente practicada desde los que estábamos en el Gobierno hasta los que se encontraban en la Oposición y, en un principio, hasta en la misma clandestinidad. La “Gesta” de la Transición consistió precisamente en que generaciones que habían sido formadas en la intolerancia y el enfrentamiento, llegado el momento de construir un común proyecto de convivencia, arrumbaron sus prejuicios y entablaron un diálogo profundo desde posiciones de tolerancia y hasta de cordialidad personal.

Hace tres años, en 1993, con motivo de la proclamación del “Año Internacional de la Tolerancia”, el Director General de la UNESCO afirmaba que “el concepto de tolerancia es controvertido pero su práctica no lo es”. El Preámbulo de la Carta de las Naciones Unidad, señala, efectivamente, que es necesario practicar la tolerancia para aumentar la paz, la justicia, el respeto a los derechos humanos y el progreso social. La Carta de San Francisco otorga, por tanto, a la tolerancia una situación de “valor-eje”, “de virtud-guía”, que sirve para promover e impulsar otras muchas, con independencia de la precisión conceptual que tengamos de ella.

Hasta entonces, sin embargo, el valor de la tolerancia parecía tener una posición secundaria, instrumental. En un primer momento tolerar es “permitir, aguantar, sufrir”. Se habla de tolerar “el mal menor”, como una concesión resignada y se la equipara, en el mejor de los casos, a una consecuencia del escepticismo o de la indiferencia.
Ese es, sin duda el nacimiento “humilde” de la tolerancia. El que brilla en los Edictos de tolerancia religiosa. Ese nacimiento no dejaba vislumbrar la trayectoria histórica de dignidad y gloria que el valor, la virtud y el concepto mismo de tolerancia iban a tener a lo largo del tiempo.

Porque la tolerancia pasa de ser un “mal menor” a convertirse en un “modo de convivencia” que asume como valores superiores el pluralismo y la competitividad leal de ideas, culturas, creencias e intereses. Ese modo de convivencia asume la posibilidad del error como hecho humano e incluso el derecho a equivocarse y no admite otra arma de debate que el diálogo y la argumentación racional, sin jamás descalificar, desacreditar o humillar al discrepante. La tolerancia no está reñida ni con la verdad ni con la firmeza de las convicciones. Lo que ocurre es que tanto una como otras renuncian a la imposición y no admiten otro camino para triunfar que el convencimiento racional. La verdad puede convencer, no vencer. Si vence, no es la verdad, es la fuerza, que se esconde en las apariencias de la verdad.

La tolerancia, en este estado conceptual, se basa en el respeto a la dignidad del ser humano, cuya autonomía no puede humillarse con la imposición de nuestras convicciones. Se basa en la alteridad, en el descubrimiento del “otro” que es lo que permite redondear el conocimiento de mí mismo, y tiene una evidente dimensión institucional.

Esa dimensión nueva de la tolerancia se articula en el ejercicio de los derechos humanos y se hace valer en el marco del Estado de Derecho. La historia de los derechos humanos constituye realmente, la historia de la tolerancia activa y de sus límites. El Estado, en la democracia pluralista, ya no constituye el espacio que decide e impone la verdad “oficial” sino el ámbito que garantiza los medios y los procedimientos para que las libertades de todos ?personas y grupos? puedan ejercerse, para que el debate ciudadano pueda darse en condiciones de igualdad. El Poder civil ha adquirido su estatuto de Estado de Derecho cuando ha renunciado a constituir la instancia suprema de la verdad. El Estado de Derecho es, en este sentido profundo y ético, imparcial respecto a las convicciones de todos y cada uno de los ciudadanos.

La búsqueda de la cohesión social no se produce ya desde una única verdad. El Estado asume una realidad social pluralista e incluso contradictoria y la cohesión social se logra por la aceptación pública de un derecho y una Justicia que establecen el marco donde pueden convivir las distintas convicciones de las personas y los grupos y los límites de esa convivencia. Ese es el último problema de la tolerancia.

¿Dónde están sus límites? ¿Qué es lo verdaderamente “intolerable”?. Sólo la Ley puede establecer esos límites, que cambian, por otra parte, en el devenir histórico. El ataque a la dignidad del hombre y a sus derechos es la esencia de lo intolerable. Pero esa esencia hay que traducirla en preceptos concretos.

La historia del concepto de tolerancia convertido en valor esencial de la democracia moderna, como la permisión del “mal menor” en los Edictos de Tolerancia religiosa, se convirtió en los siglos XVII y XVIII en una virtud esencial de la Ilustración y la modernidad. Así la consideran Locke en su “Carta sobre la Tolerancia” de 1689 y Voltaire en su “Tratado sobre la Tolerancia” de 1763. Por último, en el siglo XX, en la Carta de San Francisco, primero, y en el Concilio Vaticano II, después, en su definición del derecho de libertad religiosa (1965), la tolerancia ha pasado a ser un valor fundamental de la política democrática, promotor de otros valores sustanciales y característica esencial de la autenticidad de una democracia. Lo que se tiene muy claro es que la intolerancia sólo se basa en el miedo y en la ignorancia hacia lo que es el otro, el distinto a mí, en convicciones, ideas, creencias e intereses. Por eso se le intenta excluir y marginar. Pero es que, además, la dicotomía “tolerancia-intolerancia” constituye el trasunto de la esencia misma de la Historia española. España, digámoslo, con claridad, no tiene fama de tolerante. Todo lo contrario. Un resumen simplista de su devenir histórico: guerras de Reconquistas, guerras imperiales, guerras civiles, Inquisición, “Trágala”, etc., puede hacernos creer que nuestro proceso histórico es sólo un suceder sombrío de intolerancias. Y, sin embargo, esa misma Historia, sorprende a propios y extraños al ofrecer períodos de tolerancia, de una profundidad inimaginable. Así la convivencia de las tres religiones y de las tres culturas (cristiana, judía y musulmana) en las más importantes ciudades de toda España, durante largos períodos de la Reconquista; así la pervivencia de los mozárabes bajo el dominio musulmán y de los mudéjares bajo el dominio cristiano; así los planteamientos teóricos de la conquista de las Indias, en los que Fray Bartolomé de las Casas llega a la intolerancia antiespañola desde la defensa a ultranza de los derechos de los indígenas, de los oprimidos; así etapas decisivas de nuestro liberalismo; así nuestra propia y cercana Transición política a la Democracia.

¿Qué somos entonces?,

¿Tolerantes o Intolerantes? Podríamos concluir que nuestra Historia moderna es un extraordinario esfuerzo colectivo hacia la tolerancia.

Nuestro siglo XIX, por ejemplo es el siglo liberal, que se inicia con la invasión napoleónica, la guerra de la Independencia, la pérdida del Imperio americano y la Revolución liberal que promulga en Cádiz la Constitución de 1812. Pero es también el siglo de nuestros enfrentamientos civiles. Las Dos Españas, la liberal y europeizante, y la tradicional y castiza, luchan radicalmente entre sí, haciendo verdad la terrible profecía de Larra en “El Día de difuntos de 1836”: Aquí yace media España, murió de la otra media”. La realidad es que, después del Desastre del 98, nuestro siglo XIX acaba, bien entrado el XX, en el suicidio colectivo de nuestra guerra civil de 1936. Ese largo siglo y medio que es nuestro siglo XIX es, sin embargo, una de las épocas de nuestra Historia en que la tolerancia, paradójicamente, va convenciendo más a los mejores espíritus españoles. Baste recordar la obra de la Institución Libre de Enseñanza, la de la generación del 98 y, ya casi en nuestros días, el imperio intelectual de Ortega, para quien la tolerancia “es virtud propia de toda alma robusta”.
Todo este esfuerzo acumulado en pro de la tolerancia es el que irrumpe y se hace visible en la transición política a la democracia. La Transición es, sobre todo, un proceso intelectual y político de reconocimiento y comprensión del “distinto” del “diferente”. Después de los 40 años de poder personal que siguieron a la guerra civil y mantuvieron su espíritu, los españoles teníamos miedo de nosotros mismos, de tomar consciencia de nuestra propia realidad. Nos creíamos poseídos por extraños complejos que afectaban a nuestra psicología colectiva y hacían imposible cualquier intento de convivencia libre y democrática. Por eso crecía entre nosotros la cizaña de la intolerancia.

La primera tarea de la Transición consistió precisamente en hacer desaparecer ese miedo, en dar confianza al pueblo español en sus propias capacidades para vivir en libertad. Los españoles somos un gran pueblo, tenemos las mismas aptitudes para la convivencia democrática que nuestros vecinos europeos más avanzados. Sólo tenemos que aceptar íntegramente nuestra Historia común, con sus aciertos y sus errores, y ponernos a construir juntos el futuro de todos.

Había que dar, en la Transición, un salto hacia delante y había que hacerlo de común acuerdo. España o era obra de todos los españoles, de todos los ciudadanos que la forman y de todos lo pueblos que la integran -por muy distintos que estos sean- o no era España. Nadie, en política es dueño de la verdad absoluta. Antonio Machado lo afirmó en versos ilustres: “Tu verdad, no, -la verdad- y ven conmigo a buscarla- la tuya guárdatela-.

Lo más importante que ocurrió en la Transición fue precisamente el reconocimiento y la comprensión del “diferente”, del que no pensaba igual en política, no tenía las mismas creencias, no se movía por los mismos ideales, no había nacido en la misma región, y, sin embargo, no era enemigo, sino quien completaba mi propio yo como español y ciudadano. El “otro” era la persona con la que, ante todo, teníamos que convivir, porque con él teníamos que hacer la obra común que se llama España. Más allá de la aprobación de la Ley para la Reforma política, de la celebración de las primeras elecciones generales libres, de la construcción política del “consenso” que permitió la elaboración y aprobación de los Pactos de la Moncloa y la promulgación de la Constitución, más allá que la cultura del pacto, la piedra angular que se asentó en la transición fue la implantación política del valor ético de la tolerancia y la práctica, pública y privada, de esa virtud.

La tolerancia fue, en nuestra Transición, presupuesto, simultáneo y consecuencia de la libertad y cimiento sólido de la democracia y del Estado de las Autonomías. Antes que la democracia fue la libertad y antes que la libertad, el reconocimiento del pluralismo de nuestra realidad, es decir, la tolerancia.

Políticamente la tolerancia se inicia con la defensa del Proyecto de Ley reguladora del derecho de asociación política que, como Ministro del Gobierno, tuve que asumir ante las Cortes del Régimen autoritario. En ese discurso anuncié que “había que elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle era simplemente normal”. Y lo normal era la diferencia política, religiosa, intelectual, social, regional, lo normal era la variedad y el pluralismo. España, políticamente, no era uniforme sino diversa. Los españoles que tenían las mismas convicciones políticas tenían derecho a asociarse y competir lealmente con quienes discrepaban de esas ideas, sin, por ello, ser sus enemigos. Quienes tenían una idea de España no debían imponerla si no contrastarla con quienes tenían otra distinta y llegar a una síntesis superadora de una y otra. Se inició así el proceso de reconocimiento y comprensión de los interlocutores políticos. El resultado fue que junto a los grupos políticos fundamentales que constituían la derecha, el centro y la izquierda, más de 400 siglas formaban la “sopa de letras” del mosaico político español. Este nudo gordiano sólo era posible desatarlo apelando a la voluntad del pueblo libremente expresada. Las elecciones generales del 15 de junio de 1977 dibujaron por primera vez en casi medio siglo la realidad del mapa político español. Esas elecciones democráticas que debían elaborar una Constitución que sirviera para todos los españoles. Esa Constitución no podía ser la expresión jurídica de la imposición de unos españoles sobre otros. Debía ser obra común de todos, en pié de igualdad. El consenso que permitió la elaboración y aprobación de nuestra Carta Magna, se reflejó en los dos grandes proyectos de convivencia común que la Constitución recogía: El Estado de las Autonomías y el Estado social o de bienestar. Ambos proyectos constituían metas políticas por las que se había luchado durante muchos años. El estado de las Autonomías, en concreto, era -y es- el reconocimiento constitucional de la diversidad de nacionalidades y regiones que forman la Patria común y del “hecho diferencial” en que unas y otras se fundan. Como fórmula política para constituir la nueva planta del Estado democrático de Derecho, puede considerarse más o menos afortunada, pero no tiene en su haber una vigencia que ha alcanzado ya la mayoría de edad: 18 años y muchos conflictos y problemas resueltos. Es también el eje que puede integrar y armonizar las aspiraciones de los Partidos Nacionales y los Partidos Nacionalistas. En esta armonización es necesaria una tolerancia básica, sin la que ningún acuerdo es posible. Sólo desde la tolerancia y el acuerdo ha sido posible la constitución -con todos los defectos que se quiera, pero también con todos sus aciertos- del Estado de las Autonomías, y sólo desde ellas, será posible su perfeccionamiento y culminación.

Es conocida la anécdota del “cesped de Oxford”. Pos su calidad universitaria y ejemplar puede repetirse aquí. Un visitante preguntó a unos estudiantes de Oxford como se conseguía que el cesped que adornaba sus “campus” siempre estuviera tan bien cortado, tan lozano, tan brillante. La respuesta estudiantil fue rotunda: “Cuidándolo diariamente con todo esmero durante ocho siglos”. Pienso que la tolerancia es el cesped de nuestra democracia. Si cuidamos de él todos los días, aunque solo han transcurrido desde su implantación casi 20 años, los “campus de nuestra democracia tendrá en su decoro y su raíz”. Hago votos porque así sea. Hago votos por la tolerancia.