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Profesora Aurora Egido Martínez

Discurso de investidura como Doctora Honoris Causa de la Profesora Aurora Egido Martínez

Aurora Egido

Día de la Universidad. Getafe, 9 de septiembre de 2016.

Excelentísimo y Magnífico Rector. Excmas e Ilmas. Autoridades. Miembros del claustro universitario, familiares, amigos, señoras y señores:

“Ni grado ni gracias”, dijo don Quijote a Sancho en el capítulo XXV de la primera parte, respecto al “negocio” de volverse loco un caballero andante con causa. Pero la adversa Fortuna que tales palabras implican ha jugado a mi favor, pues hoy recibo el grado de doctor honoris causa, que el Rector y el Consejo de Gobierno de la Universidad Carlos III han tenido a bien otorgarme a propuesta del Departamento de Humanidades: Filosofía, Lengua y Literatura. Ello y la generosa defensa que la doctora María Victoria Pavón ha hecho de mis trabajos y mis días me obligan a un agradecimiento de difícil correspondencia, que desearía se sustanciara en una alianza de permanente deuda para con esta universidad.

También me siento afortunada porque ya no forme parte del protocolo la costumbre de un actus gallicus como los que se daban en el grado de doctor en las universidades desde la Edad Media hasta bien entrado el siglo XIX. Me re ero a los gallos universitarios o vejámenes de grado que el doctorando recibía junto a la laudatio para que no se ensoberbeciera. El género, extendido a las universidades de España y América, recogió todo tipo de sales y gracias, a veces con fuerte mordedura satírica, sobre la persona del doctorando y hasta de sus ascendientes. En dicho repertorio se incluyeron pronto las sales prodigadas por don Quijote de la Mancha, que pasó a ser una gura omnipresente en el regocijo de los patios de escuelas. Se trataba de piezas efímeras, hechas para la ocasión y de escaso vuelo literario, aunque alguna de ellas brille en particular, como el gallo escrito por Góngora “Tenemos un doctorando”.

Miguel de Cervantes, que nunca pisó las aulas universitarias como sí hiciera su abuelo, el licenciado Juan de Cervantes, mostró sin embargo conocer muy bien la vida que bullía en ellas, particularmente en las de Salamanca, donde estudiaron algunos de sus personajes, como el bachiller Sansón Carrasco, Andrea Marulo o Tomás Rodaja, el singular licenciado Vidriera. Recordemos que, en el sendero de caminos que se bifurcan, aparte de la salida del comercio y de las Indias que un hidalgo de León traza para sus tres hijos en el capítulo XXXIX de la primera parte del Quijote, el joven de aquella época podía inclinarse al de las armas o al de las letras, siguiendo un tópico que Cervantes había desarrollado anteriormente en dicha obra.

Pero antes de adentrarnos en ese bivio cervantino, la retórica clásica impone, en este discurso de recepción, una laus urbis que indefectiblemente debe ir unida al nombre de Getafe. Este era un lugar de paso, lleno de incomodidades, que en el Siglo de Oro no llegaba a los dos mil habitantes, situado en el camino real entre Madrid y Toledo, tal y como aparece en el Famoso entremés de Getafe de Antonio Hurtado de Mendoza:

Calle de Getafe, gigante pardo, galería de polvo, golfo de barro.

En dicha pieza un falso marqués llamado don Lucas requiebra en una venta a Francisca, la novia campesina de Andrés, un carretero valentón y blasfemo que le da un sonoro bofetón al atrevido caballero. Claro que la sangre no llegó al río, pues todo terminaba en un baile festivo. El mismo asunto sobre los amores entre nobles y plebeyos se hizo comedia en La villana de Getafe de Lope de Vega, que pintó, en esa encrucijada de caminos, “mozas como un oro” tendiendo seductoras redes a la puerta de sus mesones, donde se bailaban folías, zarabandas y chaconas al compás de la guitarra.

Andando los tiempos, ese “Aranjuez del mismo in erno/ jardín de tapias, selva de capotes”, descrito por Hurtado de Mendoza, iría creciendo y transformándose en un municipio industrial de cerca de doscientos mil habitantes, hasta acoger en 1989 una Universidad de nuevo cuño bajo el nombre de Carlos III. Ese rey ilustrado no sólo trató de reformar los viejos moldes universitarios fomentando la investigación, sino que, recién llegado de Nápoles a Madrid en 1779, dijo: “Aquí hay mucho que hacer”, propiciando, entre otras muchas cosas que se construyera en Getafe, el camino de Aranjuez que llegaba hasta Cádiz.

Y ese y no otro parece haber sido el impulso motor de la Universidad Carlos III, nacida al amparo de aquel Sapere aude que formulara Kant. Ese “Atrévete a saber” fue lema muy querido por el primer rector de dicha Universidad, Gregorio Peces Barba, como muestra un artículo suyo de plena actualidad: “Europa y la dignidad humana”, publicado en El País el 11 de junio de 2013, a propósito de la invasión de Irak, que él creía fuera de la legalidad internacional. Sus argumentos se basaban en la idea de la dignidad humana, que, a su juicio, “cristaliza como tal en Europa desde los humanistas hasta Kant. De ella derivan todos los demás valores y es la raíz y el cimiento de la ética pública europea”.

Ese “principio de principios” renacentista al que se refería Peces Barba no era otro que el de la dignitas hominis, desarrollada, entre otros, por Bartolomeo Facio, Gianozzo Manetti, Pico della Mirandola o Fernán Pérez de Oliva, al abrigo de los clásicos como Cicerón. Asentada la dignidad del hombre, imago Dei, en sus capacidades intelectivas, la lengua aparecía como marca mayor de dicha dignidad y vehículo indispensable para acceder a todos los saberes y conferirle la auténtica libertad. De ahí que la dignidad del hombre fuese unida a la dignidad de la lengua y a la de las Humanidades en su más amplio sentido. Una dignidad que el hombre debía conquistar paso a paso a través de un programa educativo.

En esa línea lológica y a la vez losó co-moral hay que situar las prolusiones inaugurales, estudiadas por Trinkaus, Asensio, Alcina, Rico y Fernández Calvente, que, a la zaga de Poliziano y Lorenzo Valla, escribieron Juan de Brocar, Juan Pérez (Petreius) y Juan Maldonado para las universidades de Alcalá y Burgos. Y otro tanto ocurrió con la que Francisco Decio pronunció en Valencia, considerando que las Humanidades pondrían a España a la altura de otros países europeos.

Como señaló James Hankins, muchos humanistas creyeron que, cambiando las costumbres, se regenerarían las instituciones, para lo cual, había que practicar la prudencia y la sabiduría, transformando al individuo a través de la educación. Pues como dijo Maldonado en 1528, “no hay arte, ni disciplina que no se resienta del daño causado por la primera enseñanza”. De ahí que las lecciones inaugurales de los cursos universitarios se basaran en esa idea, ofreciendo unas laudes litterarum de las que se conservan numerosos ejemplos en las universidades españolas y americanas. La defensa de las letras y de la lectura de los clásicos fue además materia común a un sinfín de orationes de laudibus, según muestran las de Lucio Marineo Sículo, Poggio Braciolini y Poliziano.

Claro que la defensa general de las Humanidades se aplicaba a veces de forma particular convirtiéndose en una laus disciplinae, como ocurre con las que Diego de Covarrubias hizo en alabanza del Derecho en la Universidad de Salamanca, o con la Oratio de Juan de Brocar para la de Alcalá, donde defendió a la Gramática; disciplina, esta, que, por las razones ya expuestas, el aragonés Juan Lorenzo Palmireno consideró en la Universidad de Valencia “madre y nodriza de todas las demás”. Esa idea se expandió en un amplísimo arco humanístico, donde guran desde Nebrija y Arias Barbosa a Francisco Decio, entre otros muchos que consideraron los estudios gramaticales como una vía indispensable para poder aprender posteriormente otras materias.

Respecto al debate entre las armas y las letras al que nos referiremos luego, cabe recordar la presencia de dicho tópico en las mencionadas laudes universitarias, aunque en algunas de ellas sus autores arrimaran, como decimos, el ascua a su sardina, para elogiar y defender, más que a las Humanidades en general, a su propia disciplina. Así ocurrió con las cinco Orationes que el canonista Diego de Covarrubias escribió entre 1538 y 1539 para ser pronunciadas en la Facultad de Leyes de la Universidad de Salamanca, con ocasión de diferentes actos púbicos, incluido el de las oposiciones y el de la obtención del grado de doctor, que era, por cierto, carísimo en esa disciplina.

A juicio de Katherine Elliot van Liere, dichas piezas retóricas mostraban una mezcla de escolasticismo y humanismo respecto al tema común de las armas y las letras, que Covarrubias encauzó para demostrar la preeminencia de los estudios jurídicos y su tradición clásica. Para él, la lucha del soldado en el campo de batalla era pareja a la librada por quienes, desde la práctica del Derecho, defendían a su país de la destrucción gracias al estudio.

De ese modo, la vieja antinomia ciceroniana entre sapientia y fortitudo, que fuera fundamental en la Edad Media, adquiriría una nueva dimensión, al plantearse como un debate entre miles y advocatus. Ello convirtió en un tópico la dignidad de los legistas y hasta su supremacía, como muestra la Oratio del canonista Juan de Castilla. Porque, para entender en puridad el famoso discurso de las armas y las letras en el Quijote, conviene tener en cuenta no sólo el debate medieval entre milites y doctores, sino su sustrato universitario y la dicotomía presentada por las órdenes de caballería y los grados de doctor en leyes. Estos, a juicio de Diego de Covarrubias, implicaban el logro de un estatus social superior al obtenido en la milicia o en cualquier otra profesión de la época.

No obstante, el planteamiento fue común a otras disciplinas, que trataron de destacar su preeminencia sobre las demás. Bastaría recordar las alabanzas de la medicina o de la teología llevadas a cabo por Poggio Bracciolini en Italia. Se trataba de un viejo debate que ya se dio en la Castilla de 1534 o en las Cortes de Monzón de 1553, donde se plasmó la equivalencia entre caballeros y doctores. Lo cierto es que el apoyo de Pier Paolo Vergerio (1405) al debate de las armas y las letras se asentó en la España del siglo XV, alcanzando posteriormente una amplia difusión gracias a El Cortesano de Baltasar de Castiglione. La obtención del grado de doctor suponía en realidad la de un grado de nobleza adquirida, igual o superior al natural de la sangre, con riendo una ascensión social al alcance de cualquiera que pusiera en ello todo su empeño.

Pero más allá de las laudes litterarum universitarias y de la inclusión en ellas del tópico de las armas y las letras, o incluso de la conjunción de ambas en misceláneas como las de Pero Mexía o Mal Lara, cabe recordar, según han señalado Maravall y Fernández de Hoyos, el “humanismo de las armas” encarnado por Felipe II. La idea se extendió a la milicia cristiana de las órdenes religiosas y a la educación jesuítica, resaltada por Cervantes en el Coloquio de los perros. Esa novela ejemplar encarnaría en uno de ellos, Cipión, la gura modélica que para Cicerón representaba Escipión como suma del saber y del buen gobierno. Semejante perspectiva también supuso una transformación notable en el Quijote, donde Cervantes trasladó a la gura del caballero manchego toda una “caballería de papel”, ejercida en la corte y en las estas de la Compañía de Jesús por infantes o niños armados de cartón-piedra, que brillaban en las procesiones o en mascaradas ridículas. Todo ello facilitó que en los festejos universitarios, como los que llevaron a cabo los estudiantes de Zaragoza en 1614, don Quijote y Sancho se presentaran a lo burlesco, anticipando la aparición de la segunda parte del Quijote.

Cervantes no sólo trató en sus obras de la vida universitaria y del debate entre las armas y las letras, habitual en ellas, sino que puso toda su invención al servicio de las Humanidades, mostrando que en estas y en la dignidad de la lengua o lenguas en las que iban vertidas, se asentaba la dignidad del hombre. Una dignidad, por cierto, que él consiguió en el mayor grado fuera de las aulas.

El “Canto de Calíope” inserto en su primera novela La Galatea, quiso ser un homenaje nacional a los poetas de España y América, pero sobre todo una alabanza de la poesía. En él demostró además que se trataba de un ejercicio practicado por personas de las más diversas profesiones, ya que los poetas allí nombrados eran médicos, banqueros, jurisconsultos, músicos, religiosos, embajadores, gentilhombres de boca, canonistas y militares. La ciencia de la poesía, como Cervantes la cali ca en el prólogo, la practicaban desde el portugués Enrique Garcés, traductor de Petrarca al castellano, que descubrió en el Perú unas ricas minas de azogue, a Baltasar de Orena, alcalde de Guatemala, o el abogado Jerónimo Quiñones.

En dicho “Canto” cervantino no faltaron los poetas-soldado, como el mismo Cervantes, que fundieron la virtus heroica con las letras, pues Calíope no sólo alabó todos los géneros poéticos, sino que englobó en estos las más variadas disciplinas, como la historia, las leyes, la esgrima o la cirugía. La poesía agavillaba a todas ellas en un mismo haz a través de la lengua española, cuya dignidad venía avalada precisamente por la excelencia de sus poetas y humanistas.

Según Cervantes, en “el mar de las ciencias” de la poesía navegaban todos, cualquiera que fuese su profesión y saberes, mostrando además que la española era equiparable a la de los antiguos griegos y romanos, y que Dante Petrarca, Garcilaso y Aldana podían competir con Homero, Virgilio y Catulo. De ahí que él pretendiera situarse entre ellos, tratando de superar a clásicos y modernos en la invención, en la disposición y en la elocución, gracias a su ingenio.

La Galatea destacó además, como laus litterarum, la importancia de la losofía, que, unida a la lografía propia de un tratado de amores, aparece en el diálogo que llevan a cabo los pastores

Damón y Tirsi. Estos, a la zaga de las teorías de Speroni, Bembo y León Hebreo, entre otros, mezclaron argumentos escolásticos y neoplatónicos en torno a la batalla entre razón y pasión.

La ciencia de la poesía (equivalente, en términos aristotélicos, a la literatura en general) volvería a ser avalada por Cervantes en numerosas ocasiones. Pero sería en el Viaje del Parnaso y en su Adjunta en Prosa, escritos a la par que la segunda parte del Quijote y el Persiles, donde superaría el catálogo desplegado por Calíope para ofrecer una nueva visión de la poesía y de las Humanidades. Lejos del optimismo encomiástico de La Galatea, Cervantes emprendió el camino hacia el Parnaso subido a las ancas del Destino, remedando el realizado en Italia por Caporali a lomos de una mula vieja. En ese trayecto, no sólo dibujó su propio lugar en el panteón clásico por boca del “paraninfo” Mercurio, sino el que le correspondía como soldado. Y, en este caso, la defensa de sus méritos ante Apolo fue muy semejante a la que utilizaban los opositores en las universidades de su tiempo.

Cervantes dibujó alegóricamente en el Viaje del Parnaso a la Poesía rodeada por las ciencias, las virtudes y las siete artes liberales, destacando una vez más la fuerza de las letras a la hora de fundir en una todas las disciplinas. La nave con el estandarte del cisne en la que embarcó a los poetas buenos, la formaban escritores de o cios diversos, incluidos los religiosos y los militares, que lucharían contra la de los malos poetas, que enarbolaban el signo del cuervo. Esta terminaría por hundirse, convirtiéndola Venus en una calabaza que Neptuno pinchó con su tridente.

Tras esa batalla naval burlesca y bajo la alegoría del sueño, tantas veces utilizada en las academias de su época, Cervantes hizo que apareciera la doncella Vanagloria junto a la Adulación y la Mentira, como elocuente imagen de los vicios que suelen rodear a la fama.

Sin entrar en la segunda contienda que el Viaje del Parnaso ofrece entre los buenos poetas y los herejes, lanzándose cartapacios y novelas, lo cierto es que el poema terminó con la coronación de los poetas españoles por Apolo. Pero se trataba de una victoria aparente, según explicó Cervantes en la Adjunta del Parnaso, pues de la sangre de los malos poetas muertos surgirían en el futuro miles de “poetillas rateros”.

La visión satírica que Cervantes ofrece en esa obra, no quita sin embargo la glori cación de la poesía y de los poetas, incluida la suya propia. Pero es evidente que, en el Viaje del Parnaso como en el Quijote, la dignidad de las Humanidades, estando fuera de toda duda, se mezcló con la constatación de sus miserias, al igual que en otros planos de la vida humana. Y fue precisamente en esa concatenación entre alabanza y vituperio donde alcanzó sus mayores logros. La tragicomedia de la vida humana implicaba, en este y otros casos, la fusión de los lósofos Heráclito y Demócrito, y la mezcla de la dignidad y de la miseria humanas. Pues, como diría Pascal, la verdadera dignidad consiste en pensar, aunque sea para saberse miserable.

Recordemos que en el “Discurso de las armas y las letras” don Quijote debate sobre la dignidad de la andante caballería, considerando que, para ejercerla, no sólo hace falta entendimiento y arte, sino que las armas “requieren espíritu como las letras” (p. 485), lo que suponía la excelsitud de ambas. Pero Cervantes, a la par que las elogiaba, ponía el énfasis en las miserias que acarreaban unas y otras, comparando la pobreza y desnudez del estudiante con las carencias del soldado roto y sin paga, sujeto a las inclemencias del tiempo y poniendo en peligro su vida. En dicho discurso, el autor del Quijote llega incluso a convertir la borla del birrete del doctorando en un rebujo de hilas o vendas para curar al soldado la herida de algún disparo.

Al anteponer, en el debate entre las letras y las armas, el recital de sus miserias, Cervantes mostraba una nueva manera de desarrollar el tópico del bivio heraclida o doble vía. Los estudiantes debían tomar el camino “áspero y di cultoso” hasta llegar “al grado que desean”, para poder nalmente “mandar y gobernar el mundo desde una silla”; así trocarían el hambre por la hartura y la estera de dormir por “holandas y damascos”. En cambio, la grandeza del caballero consistía en sufrir in nidad de miserias sin alcanzar por ello ningún premio.

Por otro lado, no deja de ser curioso que las palabras de don Quijote ante ama y criada al principio de la obra, cuando les dice que, de los dos caminos posibles, él se ha inclinado por el de las armas, salgan de la boca de alguien que sólo las conoce por la literatura. De esa paradoja –género tan afín a Erasmo como el de la ambigüedad- se nutrirá toda la obra, trenzando a la par las contradicciones del tópico de las armas y las letras en los dichos y las acciones de un loco a fuerza de tanto leer.

Por ello, frente a las aventuras sufridas por el caballero don Quijote, la vida adocenada del hijo del caballero del Verde Gabán, que había estudiado seis años en Salamanca aprendiendo las lenguas latina y griega, embebido en la ciencia de la poesía, ofrecía un sencillo y vulgar contrapunto carente de interés, al menos desde el punto de vista narrativo. También le ocurriría otro tanto a Tomás Rodaja cuando deja de ser el ingenioso Licenciado Vidriera y busca la redención en las armas, como encarnación viva de las paradojas del viejo debate.

En el episodio con el caballero de lo verde, y al hilo del Fedro de Platón y de las sentencias de Esopo, el hidalgo manchego asentaría además que “letras sin virtud son perlas en el muladar”. De ahí que él tratara de practicar, aunque fuese a su manera, las ordinales de fe, esperanza y caridad, además de las cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

Las labores del hijo del mencionado caballero, averiguando “si dijo bien o mal Homero en tal verso de la Ilíada” o “si Marcial anduvo honesto o no en tal epigrama”, no dejan de ser un duro golpe a las menudencias lológicas, parejo al ataque contra la erudición inútil almacenada por el Primo en el episodio posterior de la Cueva de Montesinos. Cervantes superó sin duda en Don Quijote de la Mancha el optimismo inicial del Humanismo, apropiándose de las ideas escépticas que, al abrigo de Sexto Empírico y del pirronismo, nutrieron el pensamiento europeo de su tiempo, como ocurrió también con el ataque al dogmatismo llevado a cabo por Montaigne en sus Ensayos.

Pero Cervantes no dejará por ello de elogiar ante el Caballero del Verde Gabán y de su hijo la utilidad y el deleite de la poesía, dibujándola, al igual que hiciera en La Gitanilla, “como una doncella tierna y de poca edad y en todo estremo hermosa, a quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar todas las otras ciencias, y ella ha de servir a todas, y todas se han de autorizar con ella”. De este modo, don Quijote destacaba, al igual que las laudes litterarum en las universidades, la preeminencia y utilidad de la poesía sobre el resto de los saberes, que le debían tributo.

Cervantes mostró además en dicho episodio que la dignidad de la poesía y de las demás ciencias iba unida a la dignidad de la lengua, concebida no de modo singular, sino desde la defensa de la pluralidad lingüística, patente en todas sus obras. Pues, a su juicio, “el primer escalón de las ciencias que es el de las lenguas”, hace que estas se conviertan en el pórtico de todos los saberes De ahí su defensa de la lengua materna a la hora de escribir. Cervantes no dudará, por ello, en a rmar que los griegos y latinos “escribieron en la lengua que mamaron en la leche y no fueron a buscar las extranjeras para declarar la alteza de sus conceptos; y siendo esto así, razón sería se extendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aún el vizcaíno que escribe en la suya”.

El Quijote no sólo supuso la construcción de una lengua para el diálogo, sino un diálogo de las lenguas, por decirlo con un título de Damasio de Frías, amigo de Cervantes. Ello se plasmó sobremanera en el poliglotismo del Persiles, que además ampliaría cuanto el Quijote representa como elogio de la facultad creadora de la traducción y puente de comunicación entre los hombres. La obra traza la peregrinación del hombre sobre la tierra a través de un itinerario ascendente en el orden amoroso y religioso, que lo es también en el de las artes, pues culmina en la Nueva Jerusalén de Roma, emporio de la cultura. Allí terminarán los trabajos de los protagonistas, no sin antes pasar por Milán, famosa por sus riquezas y por “la grandeza de sus templos, y, nalmente, por la agudeza de sus moradores”. En esa ciudad Cervantes rendirá culto a los cenáculos de su tiempo a través de la Academia de los Entronados, donde dio cuenta de una disputa sobre “si podía haber amor sin celos”.

El soneto del Persiles que empieza “¡Oh grande, oh poderosa, oh sacrosanta/ alma ciudad de Roma!” supone una laus urbis construida sobre el gran modelo de la ciudad de Dios, llena de estaciones y templos, pero también de casas que eran auténticos museos. Entre ellas, destaca la de la cortesana Hipólita la Ferraresa, una “dama del vicio” que guardaba obras de los antiguos Parrasio, Polignoto, Apeles y Zeuxis, junto a las de Rafael y Miguel Ángel. No faltaban allí otros signos de riqueza propios de príncipes, como una lonja llena de pájaros cantores comparable a los jardines de Falerina o a los pensiles babilónicos. Sin entrar en la maldad de Hipólita y sus engaños seductores, lo cierto es que Cervantes plantea, en ese episodio, el problema de quienes amasan riquezas artísticas para utilizarlas con nes inmorales.

Roma, sede papal y emporio de las artes, ofrecía también todo tipo de seres corruptos, que mostraban el haz y el envés de las grandezas y miserias que la conformaban. Cervantes ofrecería allí, en la casa de un monseñor romano, “curioso y rico”, “el más extraordinario museo que había en el mundo, porque no tenía guras que efectivamente hubiesen sido ni entonces lo fuesen, sino unas tablas preparadas para pintarse en ellas los personajes ilustres que estaban porvenir, especialmente los que habían de ser en los venideros siglos poetas famosos”.

Y fue en ese nuevo y nunca visto Museo de lo Porvenir donde Cervantes regaló a los lectores unas tablas en blanco que solo el futuro sería capaz de llenar con la imagen de aquellos autores

que lograran alcanzar la fama. Esa gloria que esperaba a los que fueran dignos de ella conllevaba sin embargo no pocas miserias, pues añade irónicamente: “el año que es abundante en poesía suele serlo de hambre, porque dámele poeta y dátele he pobre”. Finalmente, las carencias de la estrecha vía de las letras coincidían con las de quienes habían elegido el camino de las armas, también frecuentado por el autor.

Esa tabla en blanco que Cervantes reservara para sí mismo no la con guraría en el futuro ningún pincel famoso, sino la pluma con la que él mismo había conversado al nal del Quijote. Gracias a ella, consiguió algo reservado para él solo: que la dignidad de la lengua española, y con ella la de las Humanidades, se identi cara al cabo de los siglos con la suya propia.

La novedad de Cervantes, frente a los tratadistas de su tiempo y las prolusiones universitarias, respecto a temas tan palpitantes como el de la dignidad y la miseria del hombre, el debate de las armas y las letras o la alabanza de las humanidades, consistió en insertarlos en la práctica del decurso narrativo donde alcanzaban vida propia.

Cabe recordar, por otro lado, que el debate sobre la dignitas hominis incluyó en numerosas ocasiones el descubrimiento del Nuevo Mundo, como ocurrió con Francisco Cervantes de Salazar, quien dedicó su edición del Diálogo de la dignidad del hombre de Pérez de Oliva a Hernando Cortés, descubridor de la Nueva España, alabando la empresa de su antepasado Hernán Cortés. No en vano Pérez de Oliva era geógrafo y había escrito una Historia de la invención de las Indias, asentando la igualdad entre los hombres sin distinción de raza, lengua y religión. Una idea que Miguel de Cervantes trató de mostrar a lo largo de todas sus obras.

Cuando en 1772, Francisco Cerdá y Rico reeditó el Diálogo de la Sabiduría de Luis Vives y el Dialógo de la dignidad del hombre de Pérez de Oliva con las adiciones de Cervantes de Salazar, lo hizo porque creía que “contribuir al restablecimiento de las buenas letras” era prestar un servicio a la nación. Y, al hacerlo, recordaba el empeño de Carlos III “en promover las ciencias i artes, sin perdonar a gastos i colmando de premios a los que se adelanten en ellas”.

No olvidemos, que, como decía el mencionado Pérez de Oliva, Las letras nos mantienen la memoria, nos guardan las ciencias, y lo que es más admirable, nos estienden la vida a largos siglos, pues por ellas conocemos todos los tiempos pasados, los cuales bivir no es sino sentirlos.

Ojalá que, más allá de los elogios, las lecciones inaugurales en alabanza de las Humanidades y de las Ciencias, junto a la obra de Miguel de Cervantes, nos sirvan de modelo para hacer de la Universidad un espejo de la dignidad humana en el que puedan mirarse los hombres y las mujeres del futuro. Muchas gracias.