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Prof. D. Norberto Bobbio

Nombrado Doctor Honoris Causa en el acto del día de la Universidad del curso 93/94

Amable Liñán Martínez

La concesión de este doctorado honoris causa por la Universidad Carlos III de Madrid es un acto de generosidad de su Rector, el profesor Gregorio Peces-Barba Martínez y de todos sus profesores a quienes expreso mi gratitud. Deseo dirigir un especial agradecimiento al profesor Elías Díaz por su laudatio, que confirma esta singular generosidad hacia mi persona. Si vuelvo la mirada hacia atrás en los años, a una evocación del pasado a la que este acto me invita, encuentro entre las primeras menciones en España de mi obra algunas recensiones que el joven Elías Díaz escribía sobre mis libros de entonces en la «Revista de Estudios Políticos», la primera de las cuales, si no me equivoco apareció en 1963, es decir hace treinta años. Por entonces la Italia republicana y España eran aun mundos diferentes. Pero cuando las razones de esta separación dejaron de existir, invitado por vuestro Rector, a quien por entonces no trataba aun familiarmente por su nombre Gregorio, hice la primera comparecencia pública en vuestro país con una lección sobre democracia y socialismo ante los diputados del PSOE, de los que Gregorio era su presidente, el 25 de septiembre de 1978, en los mismos días en los que en el Senado estaba teniendo lugar la discusión y aprobación de vuestra Constitución democrática. Entre tanto, otro joven profesor, Alfonso Ruiz Miguel, estaba preparando la mayor recopilación de escritos míos traducidos, que apareció en 1980, seguida en 1983 de un estudio completo sobre mi obra que no tenía precedentes y que aún no ha sido superado: un estudio que, puedo decirlo con seguridad, ha hecho que yo me pudiera conocer a mí mismo.

Estos son solamente algunos episodios que he querido mencionar para dejar constancia aquí de las razones de mi gratitud hacia quien hoy sanciona con un reconocimiento jurídico solemne el hecho de un largo conocimiento recíproco que se ha transformado con el pasar de los anos en una buena amistad.

Este no ha sido solamente un intercambio académico de ideas. Nos ha unido también el objeto principal de nuestros estudios que, no me cabe duda alguna, se puede resumir como la reflexión constante sobre la democracia, y paralelamente sobre el liberalismo y el socialismo, sobre las virtudes de 1a democracia, pero también sobre sus límites, sobre las grandes posibilidades que ésta abre para la convivencia pacífica entre los hombres, y también sobre sus defectos, que deben resolverse paulatinamente con métodos democráticos, sobre el Estado de Derecho que nunca puede prescindir del Estado social, y en particular, en estos últimos años, sobre los derechos del hombre, sobre su ampliación y sobre su reforzamiento, y finalmente sobre la paz, que no puede nacer más que de una sociedad internacional, organizada cada vez más democráticamente y cada vez más capacitada para garantizar los derechos fundamentales allí donde son violados en el interior de cada Estado.

Pero nos une aún más el vínculo de la forma en que abordamos estos problemas, aquello que, con una expresión que para mí es grata, llamaría «pasión civil». El rigor del método científico no excluye la participación personal en los acontecimientos del propio tiempo; el distanciamiento del estudioso que quiere afrontar un problema mirándolo desde todas las perspectivas y expresar el propio juicio con detenimiento, no debe excluir la intervención apasionada en las cosas de la res pública, de las cuales depende que nuestra sociedad sea más o menos libre, más o menos justa, más o menos pacífica.

Nos encontramos, ustedes y yo, en una época que ha tenido que enfrentarse, como nunca en la historia, a aquello que el gran historiador Gerhard Ritter ha denominado «el rostro demoníaco del poder». Pertenecemos, ustedes y yo, a dos naciones que han aprendido bien la lección de la fragilidad de las instituciones democráticas cuando se apoderan de ellas, utilizando una célebre expresión de Platón, los malos aurigas. Hemos aprendido a nuestra costa que un pueblo para no perder la libertad, como decía el republicano Machiavelli, «leve tenerci supra le mani». No nos hagamos ilusiones. Pero el desencanto, que corresponde a los hombres de razón que cultivan una aspiración ideal, como nosotros creemos ser, no puede exonerarnos del cumplimiento de nuestros deberes, tal como si viviéramos en el mejor de los mundos posibles, en el cual el justo triunfa y el malvado es derrotado. «Como si» significa colocar entre paréntesis el desorden del mundo, en el cual no aparece nunca ni la mano de la Providencia ni la hegeliana astucia de la razón, sin renunciar a buscar obstinadamente en una visión de la historia proyectada hacia el futuro alguna señal de un desarrollo diferente, y con ella un motivo para la esperanza.

Este acto vuestro de benevolencia llega guando yo he entrado ya en la edad de mi vejez, en la que tengo que considerar concluida mi obra. Entre algunos viejos enfermos que se lamentaban de su vejez, uno dijo: «No, la vejez es bonita, pero es una pena que dure poco». Dura poco, es cierto. También la juventud dura poco, pero después llega la madurez. Después de la vejez lo que llega, retomando las últimas palabras de Sócrates, nadie lo puede saber excepto Dios.

No me quejo. He tenidos varias veces la ocasión para decir que soy un hombre afortunado, gracias a la diosa de los ojos vendados. Si hubiese tenido libre la mirada, puede ser que las cosas hubieran marchado de forma diferente. Entre las últimas cosas afortunadas con las que cuento es la de haber podido aun hacer, en compañía de mi mujer, este viaje a Madrid, la de haber vuelto a ver a viejos ami-gos y la de honrarme del título honorífico de doctor de vuestra Universidad.

Traducción A. Greppi