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Prof. D. Dionisio Llamazares Fernández

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Prof. D.

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Profesor Don Dionisio Llamazares Fernández

Nombrado Doctor Honoris Causa en 2005


En busca de la energía sostenible


Magnífico y Excmo. Sr. Rector. 
Excmas. e Ilustrísimas autoridades. 
Ilustres miembros de este claustro. 
Amigos y amigas. 
Señoras y Señores. 


De la mano de la sabiduría popular, es de bien nacidos ser agradecidos, quiero comenzar cumpliendo gozosamente ese honroso deber de justicia. Gracias por tan generosa distinción. Intentaré hacerme digno de ella. 
Gracias es palabra que no consiente adornos ni entiende de sutilezas. Cualquier añadido es ocioso y puede ser arriesgado, que "daña más lo más que lo menos" diría Gracián. 


Por ventura es palabra siempre recién estrenada. Gracias también al Profesor Suárez Pertierra por sus benevolentes palabras y a Vds. por acogerlas tan amablemente. 


No es tarea liviana esta de reflexionar en voz alta ante un auditorio tan cualificado como este. Si se me permite la cita paulina, me lo tomaré como un viaje al hontanar de la sabiduría "no vaya a ser que esté corriendo en vano". 


Esta es una de esas ocasiones en las que los sentimientos no logran encontrar su pareja en el universo de las palabras. 


Ni somos capaces de ocultar siempre nuestras vivencias (convicciones o sentimientos), ni somos capaces de su plena exteriorización. Tenemos un dominio limitado de nuestra corporeidad. Es la primera señal que nos alerta de nuestra consustancial finitud y de nuestra libertad. 


La corporeidad es instrumento de expresión y realización de nuestra personalidad, pero su transparencia o su opacidad no siempre están a merced de nuestra voluntad. 


¿Qué es lo que se muestra o se oculta? ¿Quién decide lo uno o lo otro? ¿De quién se dice que puede o que no puede expresarse?. ¿Quién anda ahí?. 
Séame permitida una respuesta provisional, a modo de hipótesis de trabajo: Eso que anda ahí no es otra cosa que la conciencia, núcleo original de la personalidad: Lo que me permite vivir en los pronombres personales, en expresión de Pedro Salinas, y decir "yo" o "mí mismo", por saberme sujeto unitario referencial de todo cuanto hago y de todo cuanto me pasa, de todo cuanto he realizado y de todo cuanto me ha acontecido, o lo que es lo mismo, lo que me convierte en ser que tiene y que es historia. 


Antes que norma directiva de nuestras conductas, la conciencia es saberse uno mismo ; saberse, semejante y distinto de los demás y de lo demás, y vivir la singularidad de la unión de lo común y de lo diferente. Ser consciente de las propias facultades y de sus límites; saberse percibiéndose y decidiendo en libertad. 


Consciencia y libertad, milagro y misterio originales, son las dos caras de la personalidad. Son los dos pilares de la dignidad personal, sostén, a su vez, de la autoestima y de la pretensión al respeto de los demás. La persona es digna en la medida en que, aupada a lomos de la consciencia y de la libertad, tiene la posibilidad de ser consecuente consigo misma, de decir lo que cree y hacer lo que dice. En expresión del TC la dignidad de la persona se manifiesta en la autodeterminación consciente y responsable de la propia vida que lleva consigo la pretensión al respeto de los demás . 


Interioridad y exterioridad, de palabra y obra, son los niveles en los que se desarrolla el derecho de libertad de conciencia según nuestro Alto Tribunal .Ahí tienen su fundamento el honor y la autoestima. Libertad de conciencia (art. 16 CE) e integridad física y moral (art. 15) son los cimientos de la dignidad de la persona y de la identidad personal que se despliegan como intimidad y propia imagen, de cuya concordancia fluyen el honor y la autoestima. 


Esa es la hilazón que establece nuestro Tribunal Constitucional entre los artículos 10.1, 15, 16.1-2 y 18.1 de la CE, precisamente en este orden lógico. Todos los demás derechos fundamentales tienen su base lógica en el primero, la ontológica en el segundo, y su "germen o núcleo" en ambos , a través del puente del art. 16. 


El artículo 18.1 es una consecuencia obligada de los artículos 10.1 y 16.1 y 2, que consagra tres derechos: sobre los dos elementos integrantes de la personalidad, interioridad y exterioridad, y sobre la posible relación de correspondencia entre ellos. El derecho a la intimidad está al servicio de la libre formación de la conciencia, sin interferencias externas, y el derecho a la propia imagen es originariamente el derecho sobre la propia corporeidad como instrumento de expresión del "Yo". El honor es el resultado de la concordancia entre intimidad y exterioridad, de la palabra con la creencia y de la acción con ambas. 


En estos tres artículos se protegen los elementos esenciales constitutivos de la personalidad. 


Las percepciones que la conciencia, como un espejo, nos devuelve sobre nosotros mismos, los demás y el mundo en torno, tras una lenta decantación, terminarán consolidándose como convicciones o creencias, entendiendo por tales las percepciones, sobre cualquiera de esos tres ámbitos y sobre las relaciones entre ellos, que son vividas y sentidas por la persona como parte de sí misma y como elementos integrantes de la personalidad. No otra cosa es la identidad personal . De ahí la protección jurídica privilegiada que les dispensa nuestra Constitución, de la que se benefician parcialmente las ideas u opiniones que les acompañan como su sombra. 


En dos lugares distintos proclama el derecho de libertad de expresión, en el art. 16. 1 y en el art. 20 y en dos lugares distintos proclama también el derecho de asociación, en el art. 16.1 y en el art. 22. 


El art. 16.1 se refiere a la libertad de convicción o creencias y los artículos 20 y 22 a la libertad de meras ideas u opiniones. De ahí que el nivel de protección sea distinto. 


Así lo corrobora el Tribunal Constitucional al excluir de la protección del art. 16 a la libertad de opinión, colocándola al cobijo del art. 20 o al distinguir entre el derecho de asociación incluido en el derecho de libertad religiosa del art. 16 y el consagrado en el art. 22 , configurando a las libertades del art. 16 como garantías institucionales por depender de su ejercicio la realización del pluralismo y del resto de los valores superiores del ordenamiento . 


El derecho de libertad de convicción en sus manifestaciones, como libertad de expresión o como libertad de asociación, sólo tiene un límite: el orden público protegido por la ley. Tanto la libertad de expresión del art. 20.4, como la libertad de asociación del art. 22 tienen o pueden tener además otros límites . 
Pero recuperemos el hilo de nuestra argumentación y estaremos en condiciones de sacar el ovillo. 


La conciencia y la libertad son lo mismo. La conciencia se desentumece y despereza libre y sólo brota y crece en libertad. Eso es lo que permite a nuestro TC hablar de "libre formación de la conciencia" y al art. 10.1 de "libre desarrollo de la personalidad" en plenitud, según el art. 27.2. Esa es la diana última del Derecho y de la Ley. 


El derecho a la educación se configura como respuesta a esa exigencia original y permanentemente viva. Por ser ese el blanco final, las libertades de enseñanza son en parte instrumentales, con independencia de su carácter autónomo como derechos fundamentales; es más, reciben una protección jurídica privilegiada como garantías institucionales justamente por estar al servicio de la libre formación de la conciencia y del libre desarrollo de la personalidad. 
Lo mismo cabe decir de la relación entre derecho a la información y los derechos de libertad de información y de expresión . Tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal supremo justifican esa sobreprotección, en tanto que garantías institucionales, porque contribuyen a la formación de la opinión pública plural sin la que no es posible la democracia . 


La democracia no es un fin en sí mismo, su objetivo no es otro que la realización plena de las personas. De otro lado, el pluralismo es resultado del ejercicio del derecho de libertad de conciencia como afirma el Tribunal constitucional . Objetivo supremo de las libertades de información y expresión es siempre la libertad de conciencia, su formación libre, su madurez y su pleno desarrollo en libertad. Esa y no otra es la razón de su protección jurídica privilegiada, en cuya virtud pueden prevalecer sobre los derechos básicos de la identidad personal del art. 18.


Lo que el espejo de la conciencia refleja no es sólo lo que constituye a cada uno como diferente, sino también lo que tiene y lo que es en común con los demás : la conciencia de saberse capaz de percibirse a sí mismo y de responder a los estímulos externos con alternativas distintas y no con reflejos automáticos. 
La convivencia, armonizando los derechos de unos y de otros, pactando las reglas de juego (recuérdese la alusión a la ley en el art. 10.1) y comprometiéndose a su respeto, no es sólo una exigencia meramente negativa (la libertad de cada uno termina donde empieza la libertad de los demás), sino un exigencia positiva de conservar y promover lo que se tiene y lo que se es en común. De ahí emanan la participación, activa y pasiva, que consagra el art. 9.2 CE y la solidaridad, activa y pasiva, que encuentra su cauce en organizaciones cohesionadas alrededor de convicciones solidariamente compartidas. 


No ha aparecido hasta ahora la expresión "libertad religiosa". El silencio ha sido querido. Lo que se consagra como derecho fundamental en el art. 16.1 y 2. es el derecho de libertad de convicción o creencia en el que se incluye conceptualmente el derecho de libertad religiosa. El Tribunal Constitucional así lo afirma paladinamente. "La libertad ideológica, en el contexto democrático gobernado por el principio pluralista que está basado en la tolerancia y el respeto a la discrepancia y a la diferencia, es comprensiva de todas las opciones que suscita la vida personal y social, que no pueden dejarse reducidas a las convicciones que se tengan respecto al fenómeno religioso y al destino último del ser humano" . 


A esta misma consecuencia se llegará desde la ampliación del concepto de religión que ha hecho la CoDH de Naciones Unidas que nuestro Tribunal ha hecho suya en su interpretación del art. 18.1 de la DUDH que protege "las creencias teístas, no teístas y ateas, así como a no profesar ninguna religión o creencia; los términos creencia o religión deben entenderse en sentido amplio", "el art. 18 no se limita en su aplicación a las religiones tradicionales o a las religiones o creencias con características o practicas institucionales análogas a las de las religiones tradicionales". 


No sería ningún despropósito pensar en la procedencia de la sustitución de la vigente LOLR por otra de Libertad de conciencia, y desde luego no admiten espera ni la revisión a fondo de su art. 3.2 de desafortunada redacción, fuente de confusiones y contradicciones sin cuento, ni el cambio de la praxis de la Administración en la denegación de las solicitudes de inscripción en el RER, invasora de predios teológicos que le son ajenos y ejerciendo, con la impasibilidad de quien mira a otro lado, competencias que el TC le ha negado , censurando el modo discrecional en que lo hace tratándose como se trata de una actividad reglada , con violación del derecho de libertad de conciencia, del de asociación y del de igualdad .Parecería como si la libertad religiosa fuera una libertad bajo sospecha, sometida a vigilancia, en clamorosa contradicción con el art. 16.1 CE. 


La superprotección dispensada por el art. 16.1 CE se refiere a la libertad de convicción o creencia, con independencia de que sea o no sea religiosa. Aquí no hay ningún dato en el que pueda apoyarse la pretensión de que la libertad de convicción religiosa merezca superprotección específica alguna. 
Según el mismo Alto Tribunal ese único derecho tiene dos modalidades y, consecuentemente, puede ser observado desde las dos perspectivas correspondientes: libertad de pensamiento y libertad de conciencia . 


Ya se habrá advertido que yo me sitúo en esta última perspectiva. Me interesa la libertad de convicción, no como libertad de pensamiento, sino como libertad de conciencia en tanto que explicación más satisfactoria de la función del Derecho al servicio de la dignidad de la persona, venero de todos los demás derechos fundamentales, y del libre y pleno desarrollo de la personalidad . Libre formación de la conciencia y libre y pleno desarrollo de la personalidad son el lugar geométrico, foco de fascinación de todas las normas jurídicas y última muralla realmente eficaz frente a la amenaza aterradora y cotidiana del pensamiento único. 


Tengo para mí que sólo desde este otero es posible alcanzar una idea cabal de la laicidad. 


Es certera la crítica sobre el lugar elegido para la formulación de la laicidad (art. 16 CE) como principio supremo del Ordenamiento. Su ubicación sistemática más adecuada hubiera sido el Título preliminar. 


La laicidad, como principio, únicamente tiene un objetivo último: ser la única garantía, real y eficaz, del derecho de igualdad en la libertad de conciencia, consagrado precisamente en los números 1 y 2 de ese mismo artículo en relación con los artículos 14 y 9.2. 


La ubicación elegida subraya la inseparabilidad de la laicidad respecto de la libertad de conciencia y amplía su ámbito de proyección a las creencias no religiosas en consonancia con el concepto amplio de religión equivalente con el de convicción. 


Se sigue discutiendo si la Constitución consagra la laicidad o sólo la aconfesionalidad. Nuestro texto constitucional está lejos de expresarse con unívoca claridad. No utiliza ninguno de esos términos. Pero el Tribunal Constitucional, supremo intérprete de la Constitución, ha disipado las dudas. 


Desde la primera sentencia en la que se aludía al tema en 1982 , ha venido mostrando con claridad meridiana cuales son las exigencias derivadas del número 3 del artículo 16; pero cautelosamente eludía utilizar el termino laicidad, prefiriendo el de aconfesionalidad. Hasta la sentencia de 15 de febrero de 2001 . En ella se desembaraza de las cautelas y en todas las sentencias posteriores utiliza ambos términos como equivalentes, con el mismo contenido semántico en el lenguaje jurídico-constitucional. 


Si espigamos las distintas sentencias del Alto Tribunal en las que se toca este tema, se puede afirmar que considera como elementos esenciales de la laicidad: la separación sin confusión de sujetos, actividades o funciones y fines, religiosos y políticos y la neutralidad ideológico-religiosa en relación con las convicciones o creencias de sus ciudadanos no comunes que denuncian las diferencias entre ellos, siempre que no sean contradictorias con los valores comunes . 


La separación implica, según el TC, tres consecuencias, trabadas lógicamente entre sí: 1ª) La plena autonomía tanto de las confesiones con respecto al Estado como de éste con respecto a ellas , 2ª) La no equiparabilidad jurídica en el ámbito del Derecho estatal de las confesiones o de sus instituciones con el Estado o con las instituciones públicas ; 3ª) Que los criterios e intereses religiosos no pueden ser parámetros de la justicia de las decisiones de los poderes públicos . 


La neutralidad del Estado, de todas las instituciones públicas, de todos los poderes públicos y de sus detentadores en el ejercicio de la función correspondiente es la única garantía realmente eficaz de la igualdad en la libertad sin discriminación alguna por razón de la diversidad de convicciones o de creencias. 


Una y otra obligan a todas las instituciones públicas, en especial a las docentes y a todos cuantos actúan en representación del Estado, incluidos los funcionarios en el ejercicio de su función. De tenerse esto en cuenta, no sería ocioso que, sin demora, pusiéramos manos a la obra para depurar nuestro ordenamiento y eliminar las reminiscencias y rescoldos del pasado. No debería alarmar la apuesta por la elaboración de un auténtico Estatuto de la laicidad, denuncia y propuesta, no necesariamente con carácter normativo y eficacia vinculante, pero que pudiera servir de guía u hoja de ruta a los poderes públicos, ejecutivo, legislativo y judicial, a quienes corresponde esa tarea depuradora. 


No sólo por razones didácticas o de cosmética del sistema, sino para sortear riesgos de violación de la igualdad en la libertad, es evidente que nuestro ordenamiento necesita una cuidadosa depuración, como era de esperar, dado de donde venimos. Sólo algunos ejemplos: la organización de celebraciones religiosas como actos de Estado, la asistencia oficial a ceremonias religiosas de autoridades públicas, la pertenencia de una institución pública, en calidad de miembro, a una institución eclesiástica, la presencia de símbolos religiosos en actos o funciones públicas o la falta de neutralidad de los titulares de poderes públicos y de los funcionarios públicos en el ejercicio de su función. 


Cristaliza así la laicidad como base del pacto por la convivencia sobre un doble compromiso base de un código ético universalizable: de solidaridad con los valores comunes con rechazo de los contradictorios, y de escrupuloso respeto a las convicciones y opiniones discrepantes y a las identidades diferentes que se nutren de otras culturas.


Las convicciones o creencias sobre los valores comunes, fuente de la ética pública, forman parte de las señas de identidad del Estado social y democrático de Derecho. El Estado tiene que ser beligerante respecto a ellas: respetándolas, defendiéndolas y promocionándolas . Son sus señas de identidad. Ante ellas no puede ser neutral ni menos renunciar a ellas, como señala BARBIER . Tampoco puede ser neutral con respecto a los valores contradictorios, la preservación de los comunes reclama su rechazo. 


Pero las cosas cambian con respecto al resto de posibles convicciones integrantes de las identidades singulares o de las identidades colectivas (agrupaciones de convicción), siempre que tales convicciones no entren en contradicción con los valores comunes protegidos por el orden público. Debe ser exquisitamente neutral con ellas. Esa es la única manera de asegurar fehacientemente la igualdad en la libertad, sin discriminación alguna por razón de las diferencias de convicción o de opinión. 


La convivencia anclada en la solidaridad reclama algo más del Estado social y democrático de Derecho: no sólo su neutralidad respecto de las diferencias y discrepancias, sino la exigencia a sus ciudadanos de su escrupuloso respeto, siempre que no contradigan los valores comunes. Tiene que exigir a sus ciudadanos ese respeto de los unos hacia los otros, penalizando las actividades vulneradoras de ese compromiso: la discriminación, la violencia, el odio, el racismo, el sectarismo, los fundamentalismos, etc. 


La pertenencia a una patria no se funda en el ius sanguinis ni en el ius solii (no elegidos voluntariamente), sino en ese doble compromiso, sustituyendo la pertenencia involuntaria por la pertenencia voluntaria, de acuerdo con la propuesta habermasiana . 


Eso y no otra cosa es el pacto constitucional en el que se explicitan la discusión y el diálogo implícitos en el proceso histórico, en el que se condensan los valores vividos y sentidos solidariamente como decantación final, abierta a la incorporación de los nuevos valores culturales emanados del ejercicio de la libertad de las conciencias, en línea con el pensamiento de HÄBERLE . Más que un ya es un todavía no. Más punto de partida hacia la utopía, que punto de llegada sin horizonte. 


Nuestro Tribunal Constitucional en la sentencia de 15 de febrero de 2001, tantas veces citada, toma como modelo de referencia, no como modelo ejemplar a imitar, al modelo francés de laicidad. 


Es de suponer que los magistrados que firman el voto particular a esa sentencia saben de qué se habló en las deliberaciones del Tribunal. Pues bien, inician el Voto particular con una negación: La Constitución no opta por un modelo de laicidad al estilo de la laicidad francesa a la que califican con dos características: 1) organización jurídico-política que prescinde de todo credo religioso, y 2) para la que todas las creencias son iguales y tienen los mismos derechos y obligaciones . 


Basta eliminar el no para caer en la cuenta de cual es la concepción de la que parte la sentencia: La Constitución opta por un modelo de laicidad al estilo de la laicidad francesa calificada por dos características:1) organización jurídico-política que prescinde de todo credo religioso, y 2) para la que todas las creencias son iguales y tienen los mismos derechos y obligaciones . 


Hasta aquí las similitudes y equivalencias. 


El TC se siente obligado a marcar las diferencias. Por eso califica a la laicidad de la Constitución española con el adjetivo "positiva" . 
La ley de separación francesa de 1905 proclama, como regla general, que la República no reconoce ni financia a ninguna creencia religiosa, salvo en el caso de los internados públicos (posible excepción), en el que considera esa ayuda estatal como permitida. 


Nuestra Constitución no formula regla general alguna prohibiendo la cooperación, de un lado, y, de otro, impone a los poderes públicos como obligada esa cooperación en los mismos supuestos en que la ley francesa la considera como excepcionalmente permitida. 
El art. 9.2 distingue dos tipos de cooperación: la necesaria para que los derechos de igualdad y libertad sean reales, eficaces y plenas y la destinada a remover dificultades o a facilitar su ejercicio. En el primer caso lo que está en juego es la realización misma del derecho, en el segundo la mayor o menor facilidad para su ejercicio. 


La distinción de supuestos de cooperación que hace el TC se corresponde con esta y la concreta. En efecto el TC distingue la cooperación que llama prestacional o asistencial y la derivada del estatuto especial que el art. 6.1 de la LOLR reconoce a las confesiones religiosas inscritas. 
El régimen jurídico de la primera es el aplicable a los supuestos del art. 2.3 de la LOLR (asistencia religiosa en internados públicos) , y al derecho a la inscripción registral, no sólo como "instrumento de ordenación al servicio del principio de cooperación" , sino también, al igual que la asistencia religiosa, "a "remover obstáculos" y a "promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas" ex art. 9.2" . 


La segunda , consecuencia de su inscripción en el RER, no se limita a su ámbito interno, plena autonomía, sino que tiene su proyección externa; pone el TC dos ejemplos: el reconocimiento de eficacia civil al matrimonio celebrado en forma religiosa y los artículos del CP destinados a proporcionar una protección específica al derecho fundamental de libertad de conciencia religiosa, ninguno de ellos considerado elemento integrante del contenido del derecho de libertad religiosa en el art. 2 de la LOLR. 


La proyección externa del Estatuto interno de art. 6.1 de la LOLR no tiene otra finalidad que eliminar trabas y obstáculos, dificultades en fín (art. 522 y 523 del CP) o facilitar el ejercicio del derecho (art. 59 y 60 CC) . 


La cooperación que afecta al contenido esencial del derecho de libertad religiosa (asistencial o prestacional e inscripción en el RER) es obligada para los poderes públicos; no, en cambio la que se limita a facilitar ese ejercicio. El segundo inciso del art. 16.3 se refiere únicamente a la primera como muestran de manera evidente los términos imperativos en los que se expresa (tendrán en cuenta, mantendrán). La Constitución, en cambio, guarda silencio sobre los supuestos en que esa cooperación tiene por objeto eliminar dificultades o facilitar el ejercicio de ese derecho. Su legitimidad constitucional sólo tendrá como límites los dos elementos de la laicidad: la separación sin confusión, y la neutralidad ideológica y religiosa del Estado. La cooperación, así entendida, tiene su fundamento en el derecho de libertad de conciencia, pero tiene su límite en la laicidad. 


Uno de los cauces posibles de la cooperación son los acuerdos con las confesiones. Pero no son constitucionalmente obligados, ni es constitucionalmente obligado que adopten una determinada forma. Lo que es más que dudoso es la posibilidad de armonización constitucional del uso de determinadas formas . 
No plantean problema alguno los acuerdos que se acogen al art. 7 de la LOLR, de Derecho Público interno, modificables unilateralmente, a iniciativa del parlamento, previo informe preceptivo a la confesión firmante del mismo , porque en este caso no se pone en riesgo la soberanía del Estado en relación con competencias constitucionales, como las referidos al desarrollo, protección y defensa de el derecho de libertad de conciencia de los ciudadanos, objeto del acuerdo. 


No se puede decir lo mismo de los Acuerdos que adoptan la forma de Tratados internacionales, cuya interpretación y aplicación, que pueden afectar al desarrollo, protección o defensa de los derechos libertad de conciencia y de igualdad sin discriminación de los ciudadanos, exigen siempre el consentimiento de la otra parte, que se convierte en colegisladora, con el efecto perverso de que el Estado sea el responsable, jurídico y económico, de decisiones de las autoridades eclesiásticas, adoptadas en cumplimiento de normas canónicas (cann. 803-806) y no respetuosas con derechos fundamentales de los ciudadanos. 


Desde el punto de vista de la protección de los derechos fundamentales, tienen sentido de futuro los primeros, no estos últimos que comprometen la soberanía del Estado en relación con competencias constitucionales y cuyo objetivo fundamental no son los derechos de los ciudadanos que funcionan sólo como límites, sino los derechos de la Iglesia católica como institución, facilitando la realización de su misión espiritual que no es tarea del Estado. 


La laicidad es la decantación de un largo y tortuoso proceso histórico, siempre inacabado. Más junco que roble, no es ni un dogma ni otra nueva forma de religión. Es un mero instrumento de los ordenamientos para garantizar la libertad y la igualdad. Hay diversas formas de laicidad. No hay un modelo ejemplar de laicidad. El proceso histórico y la realidad social del momento determinan las modulaciones peculiares de cada modelo. Lo decisivo es que se dé una garantía realmente eficaz para la igualdad de todos los ciudadanos en la libertad, sin discriminación alguna con base en las diferencias de convicción. 


La neutralidad del Estado y el respeto de las diferencias por él y por los particulares es lo que de verdad importa. La separación sin confusión, garantizada la mutua independencia y la no equiparación jurídica, es instrumental al servicio de la neutralidad. Eso sí, de todas las instituciones y poderes públicos y de sus detentadores. 


Es harto evidente que todas las tradiciones constitucionales de los países europeos describen, con distintas modulaciones, con más o menos meandros y con distintos ritmos, con propulsión progresivamente acelerada a partir del creciente protagonismo de los Derechos Humanos, procesos evolutivos convergentes hacia la laicidad. 


Se puede decir con R. RÉMOND, no sospechoso de veleidades anticlericales, que la laicidad es una de las bases del entendimiento entre los miembros de la Unión Europea y que "forma parte, con el mismo título que la separación de poderes, la independencia de la justicia o el control de constitucionalidad, del corpus que define al Estado de Derecho y da sentido a la voluntad de vivir en común de las naciones europeas" . 


Sin laicidad no es posible la libertad de conciencia y sin libertad de conciencia, mucho me temo que no quede refugio donde guarecerse de los efectos perversos del economicismo y de la globalización. 


MUCHAS GRACIAS