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D. Rafael Azcona

Discurso del Sr. D. Rafael Azcona

En la gratísima obligación de agradecer a la Universidad Carlos III la concesión de esta Medalla, creo pertinente prescindir de la modestia a la hora de mostrar mi gratitud, no vaya a ser que se me aplique lo que Golda Mier le espetó a un empalagoso embajador: “No es usted tan importante como para hacer alardes de humildad.”

¿Embajador, yo? Sí. Porque tengo el barrunto de que el galardón no viene a distinguir y enaltecer a mi persona, sino a esa obra, más o menos literaria, llamada “guión de cine”: llevo medio siglo largo escribiéndolos, y si admitimos que la veteranía es un grado, no parece un desatino que sea yo el escogido para representar vicariamente a ese singular artefacto considerado –en teoría– piedra angular de las películas.

Digo en teoría, porque resulta que, demasiado a menudo, el guión, apenas salido de las manos del guionista, y aunque haya sido aprobado e incluso celebrado, comienza a suscitar desconfianzas: no es raro que los intérpretes traten de mejorar los diálogos con sus ocurrencias, o que el director planee, con la misma intención –y mayor temeridad– improvisar durante el rodaje, o que el productor, incluso sin haberlo leído –y en consecuencia, sin saber por qué– decida: “A este guión convendría darle una vuelta” . Nada que objetar, porque al fin y al cabo lo que todos pretenden con su concurso es que la película arrase en las taquillas.

Otra cosa es que al guión lo ninguneen hasta las señoras de la limpieza: yo mismo, haciendo antesala en el despacho de un productor, he visto a una de esas respetables profesionales dejar la fregona, echarle una ojeada a un guión que había sobre una mesa, y sentenciar hacia su colega: “Te voy a decir una cosa, Antonia: yo, a éste, le cambiaba el final.”

Un abuso de confianza, evidentemente. Pero no es de extrañar, si consideramos que habitualmente el guión se confunde con el argumento: así sucede cuando, saliendo del cine, un espectador con pujos de crítico le dice a su señora: “Está bien, pero el guión tiene un par de fallos”. Ese caballero no es consciente de que enjuicia la película y no el guión, o sea, habla de lo que ha visto en la impalpable proyección de la pantalla y no del mamotreto de ciento y pico páginas tamaño A4 escrito meses o años antes … La cabra del famoso chiste se expresaba con mayor propiedad cuando, después de comerse un guión, le confiaba a una amiga: “Me gustó más la novela.”

¿Cabe preguntarse, entonces, por la verdadera entidad de eso que llamamos guión cinematográfico? Pues, no; podrían darnos las uvas perdidos en vanas disquisiciones. Mejor dejarlo como está, sobre todo ahora, tan contento, ufano y orgulloso con este espaldarazo de la Universidad.

De nuevo: en nombre del guión, sea lo que sea, y en el de este guionista, que es hombre agradecido, gracias, muchas gracias.