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Prof. D. José Saramago

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Prof. D. José Saramago

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Profesor Don José Saramago

Nombrado Doctor Honoris Causa en el acto del día de la Universidad del curso 03/04


DEMOCRACIA Y UNIVERSIDAD 


Pienso que lo que hemos llamado o lo que estamos llamando en estos terribles días que nos tocó vivir, y a muchos morir, eso que hemos llamado opinión pública, quizá necesite otras palabras y que esas palabras pueden ser voluntad de cambio, es decir, lo que se está llamando opinión pública mundial deberá quizá tener ese otro nombre: voluntad de cambio. La opinión no es más que eso, una opinión, que se manifiesta, que se expresa, que es algo, pero que quizá no sea todo lo que necesitamos; necesitamos lo que quizá ya está claro que tenemos: voluntad y ahora buscar los caminos, las formas que puedan llevar a un cambio en el que la vida de la humanidad empiece a ser finalmente humana. Conocemos esto que hemos sido a lo largo de la historia de que hemos sido lobos, lobos que se matan entre ellos ofendiendo incluso a la conciencia lupina, porque los lobos se respetan los unos a los otros y los seres humanos no saben cómo hacerlo. Vivimos, viven ellos, una guerra, la que ya hemos llamado injusta, a la que estamos llamando ilegal y que claro está hay que llamar desproporcionada, y nosotros, vosotros, lo que estamos haciendo, lo que estáis haciendo es exactamente buscar el modo de cambiar la suerte del ser humano. 


La carcoma que el profesor Jorge Urrutia, mi querido amigo, ha invocado en su Laudatio, ese carcoma que ha hecho que se rompiera la pata de la silla en que se sentara el dictador Salazar, en el fondo la carcoma somos todos nosotros, él lo ha dicho, y esa carcoma que parece que desde un punto de vista determinado se puede entender como destructora, lo que está haciendo sencillamente es destruir los materiales viejos para recomponerlos y, a partir de allí, empezar otra vez; a eso llamaría yo voluntad de cambio y es lo que estamos haciendo. Mi Rector de la Universidad, Rector mío y de todos vosotros, Rector mío a partir de ahora, gracias por el anillo, gracias por el Quijote que es uno más entre los muchos Quijotes que Pilar y yo tenemos en casa, y gracias a todos los que han venido aquí, gracias por el cariño a todo esto que está en las palabras y que se puede reconocer en los silencios. Os voy a leer, es muy breve, y bueno... quizá no sea lo que se espera en un discurso en una circunstancia como esta, pero creo que quizá lo único que puedo presentar en su defensa es que me ha sido necesario a mí escribir lo que está escrito aquí. Le he puesto un título y podría no tenerlo, pero se llama “Democracia y Universidad” y lo voy a leer, como es lógico, en mi propia lengua, pero vosotros supongo que tenéis el texto en castellano. 


A no pocos deberá parecer extraño que venga aquí a hablar de estos temas un sujeto que nunca se sentó en las aulas de una universidad ni paseó por sus alamedas, y que, además, conserva desde hace largos años inclinaciones ideológicas y políticas que lo convirtieron, a los ojos de las personas bien pensantes, en diana de las peores sospechas. Digamos, entonces, repitiendo la frase clásica, que se trata de un caso en que el vicio, tal vez por no tener nada más que perder, se resignó a prestar homenaje a la virtud. Espero que los buenos propósitos que me animan en esta hora de gratitud y júbilo merezcan el crédito suficiente como para que pueda ser perdonado de algún error de apreciación, de perspectiva, algún lapsus, simplemente, nacido de un conocimiento insuficiente, que desde ahora confieso, de las materias en examen. Ruego de ustedes, por tanto, además de su natural atención y simpatía, la más extremada benevolencia de la que sean capaces. 


Es costumbre afirmar que nadie es tan exigente y escrupuloso en cuestiones de religión como un escéptico, particularmente aquellas que se relacionan con el deber de obediencia estricta a los preceptos de carácter ético que en ellas se contengan. Se entiende que sea así: habiendo perdido todas las esperanzas de entrar en el cielo, si alguna vez las llegó a alimentar, el escéptico se da el derecho de reclamar de los creyentes que, en cuanto vivos, se comporten de manera que merezcan la inmensa suerte que a ellos les fue prometida en el paraíso... Ahora, por la misma orden de razones, no habiéndome sido nunca abiertas, como alumno las puertas del cielo universitario, pertenece al dominio de la más pura lógica compensativa manifestar yo el deseo de que las dos partes en la causa, esto es, la institución que enseña y los estudiantes que aprenden, vengan a alcanzar un punto perfecto de equilibrio, tanto en grado de exigencia mutua, cuanto en intensidad de autoexigencia propia. Exigencia en el plano de la enseñanza, naturalmente, pero también, y ésta será la motivación primordial de mi discurso, exigencia formativa. 


No ignoro que la principal incumbencia asignada a la enseñanza en general, y en especial a la enseñanza universitaria, es precisamente la de formación. La universidad, se dice, prepara al alumno para la vida, transmitiendo los saberes adecuados al ejercicio cabal de una profesión escogida entre el conjunto de las necesidades manifestadas directa o indirectamente por la sociedad, elección ésta que algunas veces puede dejarse guiar por los imperativos morales de una vocación, es con más frecuencia el resultado casi automático de los diversos progresos tecnológicos y científicos, y también, como su consecuencia natural, de las demandas empresariales interesadas, cuando de las no siempre explicadas tendencias caprichosas del mercado de trabajo que actúan como una fuerza atractiva de irresistibles tropismos. En cualquier caso, la universidad tendrá siempre razones para considerar que ha cumplido el papel que le fue atribuido, esto es, entregar a la sociedad gente nueva supuestamente dotada de suficiente preparación para recibir e integrar en su acervo de conocimientos aquellas lecciones que aún no tiene, la de experiencia, madre de todas las cosas humanas, y, en el futuro, los conocimientos complementarios que le serán proporcionados por esa otra madre moderna y providencial a la que damos el nombre de “formación continua”, a la cual, como es sabido, ella tiene la obligación de mantenernos actualizados en la actividad profesional hasta el último día de nuestras vidas.


Llegados a esta altura de lo expuesto, si la universidad, como es su deber, formó, y si la formación continua tomará a su cuenta el resto del trabajo, la pregunta es inevitable: “¿dónde está el problema?”. El problema, mi problema, no el vuestro, reside en el hecho de lo que hasta ahora me he limitado a llamar formación necesaria en el buen desempeño de una profesión, dejando provisionalmente de lado la formación del individuo, de la persona, del ciudadano, esa suprema trinidad terrestre, que son tres en un cuerpo. Es tiempo de tocar el delicado asunto. 


Cualquier proyecto formativo presupone, obviamente, un objeto y un objetivo. El “objeto” es la persona a quien se quiere formar, el objetivo está en la naturaleza y en la finalidad de la formación. Una formación literaria, por ejemplo, no presenta más dudas que las que resultan de los métodos de enseñanza y de la mayor o menor capacidad de recepción e interés del educando. La cuestión puede cambiar radicalmente de figura siempre que se trate de formar personas, esto es, siempre que se pretenda incluir en lo que designé como “objeto”, no las simples materias disciplinares que constituyen un curso, sino un complejo de valores éticos y relaciones que se supone serán tan indispensables a la vida como lo será la adquisición de conocimientos teóricos y prácticos necesarios al ejercicio de una profesión. Entretanto, formar personas no es, por sí solo, un aval tranquilizador. Una enseñanza que propugnase o admitiese ideas de superioridad racial o biológica estaría pervirtiendo la propia noción de valor, colocando lo negativo en lugar de lo positivo, sustituyendo los ideales solidarios del respeto humano por la xenofobia y por la intolerancia. Desgraciadamente, no nos faltan ejemplos en nuestra historia antigua y reciente. ¿Adónde pretendo llegar con este ya largo razonamiento? A la universidad. Y también a la democracia. A la universidad, porque, en mi modesta opinión, ella debería ser, tanto o aún más que una institución dispensadora de conocimientos, el espacio por excelencia de formación del ciudadano, de la persona educada en los valores de la solidaridad humana y del respeto por la paz, educada también para la libertad, y educada para el espíritu crítico, para el debate responsable de las ideas. Se argumentará que una parte importante de esa tarea pertenece por definición a la familia, como célula básica de la sociedad, sin embargo, demasiado lo sabemos, la institución familiar atraviesa una crisis de identidad que la ha tomado impotente ante las transformaciones de todo tipo que distinguen nuestro tiempo. La familia, salvo dignas, mas no numerosas excepciones, tiende a entorpecer las conciencias, al paso que la universidad, siendo como es, lugar privilegiado de pluralidades y encuentros, congrega todas las condiciones para suscitar, estimulando, un aprendizaje práctico y efectivo de los más amplios valores democráticos, comenzando por lo que me parece fundamental: el cuestionamiento de la propia democracia. Hay que procurar la manera de reinventar de alguna forma la democracia, de arrancarla de la inmovilidad a la que fue condenada por la rutina y por la incredulidad, bien ayudadas, una y otra, por los diversos poderes políticos y económicos a quienes conviene mantener la decorativa fachada del edificio democrático, que nos está impidiendo verificar si por detrás de la fachada algo existe. Si queréis mi opinión, lo que aún queda es, casi siempre, usado mucho más para armar de eficacia las mentiras que para defender las verdades, Lo que llamamos hoy democracia se asemeja, tristemente, al paño solemne que cubre el ataúd donde ya se está pudriendo el cadáver. Reinventemos, pues, la democracia antes de que sea demasiado tarde. Y que la universidad nos ayude. Ella puede, vosotros podéis.

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